viernes, 20 de diciembre de 2013

Sólo botones (Relato no ficción)

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SÓLO BOTONES

Primavera de 1916. Frente Occidental.

El sargento aceleró sus pasos mientras los hombres lo miraban. Odiaba aquella situación tanto o más que ellos, pero no podía hacer nada. Deberían haber sido relevados hacían ya dos días de aquella apestosa trinchera. Acertó a esquivar una rata asquerosa que se le cruzó por delante chapoteando en el barro que se filtraba entre los tablones del suelo. Si no estuviera tan cansado de todo aquello le hubiera dado una buena patada, de hecho...

Se detuvo y giró la cabeza buscando al animal. El roedor se había zambullido en el espeso líquido que se acumulaba entre las tablas y las paredes de tierra de la trinchera, avanzaba despacio pero no parecía suponerle demasiado esfuerzo. Llevaba algo en la boca, era un… parecía un…




El sargento desvió la mirada con celeridad mientras sufría una arcada. Se apoyó en la terrosa pared y escupió al suelo. Se aguantó el vómito porque no sabía cuánto tiempo podía pasar hasta que volviera a probar bocado.

- ¿Sargento?

Se recompuso como pudo y le dio un par de golpecitos en el brazo al soldado que se había girado de su punto de observación sobre una escala de madera un par de pasos por delante de él.

- No es nada muchacho, ¡a su puesto! – acabó diciendo con gesto brusco.

Siguió su camino mientras el soldado se encogía de hombros y volvía a encaramarse a la escalera. Decidió suponer que aquél ojo que agarraba la rata no podía ser humano, debía… debía ser de otra rata; más grande eso sí.

Suspiró aliviado cuando llegó finalmente al “despacho” del mayor. Retiró despacio la lona manchada que hacía las veces de puerta y carraspeó con fuerza.

- Adelante, adelante.

Penetró en aquél espacio reducido horadado en la propia tierra. A pesar del aroma a tabaco y alguna fragancia que no pudo reconocer, el hedor que lo impregnaba todo seguía presente. Se acercó a su superior y saludó marcialmente.

- Ah, sargento, descanse. Espere un momento.

Aprovechó para echar otra ojeada al lugar. A través de la tenue iluminación que ofrecían un par de lámparas de queroseno pudo ver un catre bastante alto en el fondo, justo en la zona donde el “techo” se inclinaba más acusadamente. Había varias cajas apiladas sobre las que se veían diversas prendas, posiblemente algún uniforme del mayor. Éste se encontraba sentado sobre otra caja y hasta aquél momento parecía haber estado escribiendo sobre el tablón que hacía las veces de mesa, de nuevo gracias a alguna caja sobre la que se apoyaba, aunque no alcanzaba a verla desde ese ángulo. En aquél momento el mayor prestaba atención al muchacho que le servía de ayudante.

- Chico, ¿cuántos hay?

- 1342, señor, como la última vez.

- Vuelve a contarlos anda.

- ¿Señor? – el muchacho parecía confundido, era difícil adivinar su edad, demasiados churretes en la cara.

El mayor lo miró en silencio.

- Sí… sí, señor.

Al sargento todo aquello le intrigaba lo justo, ¿que al chico le hacía contar botones de latón?, pues bueno. Estaba bastante cansado de cualquier cosa que pasara en esta maldita guerra, ojalá pudiera volver a casa, con…

- Bien sargento, ¿qué quiere?

- Em… señor me manda el coronel para recordarle que debe acudir a su presencia para…

Calló cuando el mayor le hizo un gesto con la mano, como si estuviera espantando moscas. Luego se levantó e hizo ademán de agarrar el espaldar de la silla para ponerla correctamente bajo la mesa, pero se quedó mirando estúpidamente la caja donde instantes antes estaba sentado. Luego sonrió y se rascó la mejilla izquierda. Tenía unas enormes bolsas oscuras bajo los ojos y, como el muchacho, era difícil adivinar su edad bajo una buena capa de mugre.

- De acuerdo, pongámonos en marcha cuanto antes. Chico deja los botones, nos vamos.

Los tres abandonaron el “despacho” y recorrieron un buen trecho de trinchera enfangada enmarcada en los rostros macilentos y miradas enrojecidas de los soldados que estaban de guardia. De vez en cuando alguna bala perdida levantaba un pequeño surtidor de barro sobre ellos, en la cúspide de las paredes improvisadas, y los rociaba. El trío no se inmutaba, era algo natural, como el soldado que de pronto caía de una de las escalas de observación con la cabeza destrozada, o el hombre que languidecía agarrándose alguna parte del cuerpo cubierta por vendas sucias y sanguinolentas, esperando quizás a que algún sanitario pasara cerca.

Llegaron al despacho del coronel. Aquél agujero embarrado era mucho más grande que el del mayor, pero también había muchos más objetos en su interior, y personas, oficiales sobre todo. Los tres se cuadraron frente a su superior.

- Descansen. Mayor, me alegra verle, ¿qué hay de esas cifras que le dije que me pasara?

- Las tengo señor, pero no las he podido transcribir aún.

- No será necesario, tengo una memoria de elefante – dijo el coronel dándose varios golpecitos en la cabeza.

- Estoy seguro de ello señor. Según el último recuento hay exactamente 1342.

- Bien, no son muchos, pero algo podremos hacer. Gracias mayor, pueden retirarse.

Mientras seguía al mayor de vuelta por la trinchera el sargento luchaba por reprimir su curiosidad, echó varios vistazos al muchacho, pero, cómo él, parecía encontrarse algo sorprendido. Al final se decidió a hablar.

- Mayor, ¿puedo hacerle una pregunta?

- Por supuesto sargento, hable – le dijo mientras seguía andando.

- ¿Para qué quiere el coronel saber cuántos…?

- Sargento, es importante que sepa cuántos nuevos soldados se incorporan a nuestras filas.

- Pero… usted le ha dicho lo que el chico ha estado contando. Botones señor, no… no le ha dicho la verdad.

El mayor se detuvo y se le encaró.

- Sargento, son sólo botones.

- Por eso mismo, señor.

- Exacto, ¿cree que tenía alguna otra cifra que darle? Sólo botones.

El sargento se quedó petrificado mientras su superior y el muchacho volvían a ponerse en marcha.

FIN

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