martes, 12 de noviembre de 2013

La bomba [Relato Warhammer Fantasy]

-
LA BOMBA

- ¡Idiota, ten más cuidado!

La voz de su maestro sonó como un trallazo en mitad del campamento, varios soldados lo miraron con una sonrisa bobalicona. Era la primera vez que se había resbalado desde que bajaran del carro, y llevaban andando mucho desde entonces. Que toda la hierba estuviera húmeda y la tierra fuera más un barrizal que otra cosa, no tenía importancia para su maestro. Siempre que se equivocaba en algo o se tropezaba, como ahora, le gritaba llamándole de todo.

Y él se aguantaba, ya había pasado por aquello tantas veces en su vida como ayudante que en cierto modo había llegado a sospechar que en realidad su señor simplemente estaba enfadado por no poder hacer él mismo todo. Pero, ¡por Sigmar!, si el viejo debía tener más años que la torre donde vivían, si fuera él el que llevara el saco con las bombas ya hubieran muerto varias veces. Con aquél pensamiento se le escapó una risita.

- ¿De qué te ríes cabeza dura?, tenemos que ir más rápido, mira ¿ves?, allí, en aquella colina podremos estudiar mejor dónde tenemos que colocarnos cuando empiece la batalla.

- Sí, maestro, lo siento maestro.



 
A pesar de que deberían haber aumentado la velocidad de sus pasos, en realidad eso no era posible, porque su maestro ya no podía dar más de sí, simplemente daba pasitos más cortos, como si así fueran más rápido. Por suerte, su señor seguía teniendo las ideas muy claras, no era un viejo tonto, como les solía pasar a los hombres que había conocido. No, su maestro era uno de los ingenieros más brillantes de Altdorf, capaz de duplicar cualquier invento que algún colega hubiera ideado, y sus estudios eran tan avanzados que no había podido contar nunca con un ingeniero aprendiz. Lo único malo era que en su larga vida tampoco había inventado nada propio para la guerra, algo que era casi obligado en el gremio si querías hacerte un nombre.

Pero ahora... ahora era distinto, aquellos globos de cristal con forma de lágrima que llevaba en el saco eran, según su señor, el invento de su vida, algo con lo que lo recordarían para siempre. Nada menos que una bomba. Él mismo le había ayudado a crearla, bueno, teniendo en cuenta que no tenía ni idea de qué sustancias se habían usado, ni las proporciones, ni... pero eso no importaba, él era importante porque era el único "chico lo suficientemente espabilado" para servir de algo en el laboratorio del maestro Saldán. Así que, él se había encargado de llevar y traer botellas, saquitos y cubos de diversas sustancias y luego remover con brío las mezclas en las ollas. Pero, sobre todo, había conseguido aprender a crear las lágrimas de cristal, lo suficientemente finas como para que se rompieran cuando se estrellasen en el suelo con fuerza, pero lo bastante resistentes como para que pudieran viajar en un carro chocando entre sí. Su maestro quizás no se había dado cuenta, pero le había enseñado a tener un oficio si se quedaba sólo, como vidriero. Y todo el mundo sabía que se podía ganar mucho oro con aquello si...

- Ya hemos llegado patoso, ¡estate quieto!

- Sí maestro Saldán, lo siento maestro.

- ¡Oh por lo más sagrado!, deja ya ese estúpido servilismo. ¿Qué te parece?, desde aquí se ve bastante bien dónde se va a desarrollar la batalla.

- De hecho, maestro, se ven incluso las banderas del enemigo allá a lo lejos.

- ¿De verás? ¿dónde Gredo? ¿por dónde muchacho?

- Hacia la izquierda, donde se ve una zona de tierra blanca.

- ¿Tierra blanca?, serán piedrecitas idiota. A ver, sí, ya... ya los veo. Bien, quizás podríamos ponernos por esa zona, si se ven los estandartes es que debe ser donde se colocará la primera línea y...

Decidió no seguir escuchando a su maestro, no le interesaban las tácticas militares, ni siquiera estaba seguro que su señor supiera de lo que hablaba y, desde luego, dudaba mucho que de verdad viera las banderas, su vista no era tan buena como debió ser cuando era joven. Miró alrededor por si podía sentarse en algún lado, pero aquél pedazo de tierra estaba demasiado pelado. Si tan sólo pudiera dejar el saco un rato en el suelo... sólo un ratito. Pero no, sabía que se llevaría unos cuantos golpes en la cabeza si hacía semejante "locura". No porque las bombas se rompieran y crearan una catástrofe, sino porque eran demasiado valiosas. A pesar de todo lo que habían trabajado sólo habían podido hacer unas... bueno, cinco y tres, ¿cuánto había dicho el maestro que eran? ¿ocho? ¿nueve? No importaba, eran muy pocas según su señor, y la verdad es que aunque pesaban un poco apenas abultaban en el saco, ya que tenían el tamaño exacto para caber en una mano.

- Vale, haragán, ya que no parece importarte lo que te cuento nos volvemos al campamento - le dijo el maestro soltándole un coscorrón en la cabeza.

Se guardó mucho de protestar y siguió a su señor de regreso. Últimamente le había golpeado más de lo normal en la cabeza, no sabía si el viejo estaba nervioso porque saliera todo mal o porque estaba entusiasmado con su nuevo invento. Quizá fueran una mezcla de ambas cosas. Desde luego, el día anterior, cuando se habían presentado ante el capitán que iba a comandar las tropas imperiales, el maestro casi había llegado a implorar formar parte de aquella batalla, para luego ponerse a gritar sobre su importancia como ingeniero. Al final, había sido otro maestro ingeniero, Grajo o Granjo, el que había intervenido para que lo aceptaran entre las tropas. Y deberle algo a un colega era como un trago del vino más agrio para el gran maestro Saldán, eso lo sabía bien, pues había tenido que soportar el enfado de su señor buena parte de la noche. Pero, a su edad era casi imposible que lo aceptaran de buen grado en la lucha.

Cuando llegaron al campamento, Doethu, el sirviente del maestro, un tipo raro y con una pierna algo deformada, había logrado levantar la tienda donde esperarían a que estallara la batalla. En realidad era una sucia lona cuyo interior sólo permitía un catre desvencijado y una mesa de madera carcomida con diversos objetos que el maestro solía utilizar para sus investigaciones. Lo más destacable era el arcón de madera negra que hacía las veces de asiento, y que ahora se encontraba en el centro de la tienda.

- Muy bien Doethu, ahora ve a atender al caballo. Gredo, muchacho, abre el arcón. - le dijo su señor mientras se sentaba en el camastro.

Se apresuró a coger la llave que le tendía y abrió con cuidado el cofre oscuro. Siempre le había fascinado lo que había dentro, y su maestro pocas veces se lo enseñaba. Ante sus ojos aparecieron un buen puñado de hojas de papiro repletas de una letra apretujada y pequeña, unos cuantos saquitos y frascos de distintos colores, una bota de vino y, lo más importante, según su opinión, un rifle largo de Hochland. Era un arma antigua, con el "tubo para ver" muy modificado por su maestro y que, en otros tiempos, había causado estragos en los ejércitos enemigos.

- No te quedes mirando como un bobo, saca el rifle y los cartuchos, tienes que limpiarlo todo muy bien, ¿eh?, ten mucho cuidado con el visor, como se te rompa una sola lente... Y guarda ahí las bombas.

Agarró reverentemente el arma y la sacó, rebuscó un poco y cogió la caja donde debían estar los cartuchos. Luego soltó el saco dentro un poco más deprisa de lo que debería, pues el maestro, a pesar de su edad, se levantó ágilmente del camastro para darle un buen coscorrón.

- Lo siento maestro. - farfulló dolorido mientras echaba de nuevo la llave al arcón.

Al poco su señor se durmió o, cómo el viejo siempre decía, "ponía a descansar su mente brillante". A él no le importó, y se dedicó con entusiasmo a limpiar y engrasar el rifle. Lo había hecho ya varias veces desde que era ayudante, aunque las primeras ocasiones fuera bajo la vigilancia del maestro. Su cabeza aún se resentía de aquél "aprendizaje", ahora, sin embargo, era muy bueno en aquello, tanto que no sólo dependía de él el que el rifle largo de Hochland estuviera siempre en condiciones de usarse, sino también el resto de armas de la torre de su señor: un par de arcabuces, varias pistolas, un vetusto cañón ligero y una extraña variedad de espadas y dagas. Todo estaba en tan mal estado cuando llegó que fueron muchas las armas que tuvieron que tirar, pero al menos había salvado las suficientes.

*     *     *

- Aquí no estamos bien maestro.

- Cállate, ¿qué sabrás tú mentecato?

Se encontraban justo en el flanco derecho de la línea imperial, detrás de un destacamento de arcabuceros que de vez en cuando les echaban miradas nerviosas. Su señor, armado con el rifle largo, había decidido que como debían estar en primera línea para poder usar las bombas no era necesario ponerse en ningún lugar elevado, ni mucho menos quedarse atrás con la artillería. Pero, ¿de qué iba a servir entonces el rifle largo?, no es que la puntería del maestro fuera ya tan certera como antaño, pero al menos podían tratar de derribar a algún enemigo si apuntaba a un grupo, siempre y cuando tuviera la visión despejada y el suficiente tiempo. Y eso, en primera línea, detrás de un grupo de soldados era casi imposible. Al principio él había decidido no decir nada, ya se había llevado unos cuantos golpes mientras cargaba el rifle, la munición y el saco, durante el trayecto del campamento al campo de batalla, así que no deseaba aumentar sus dolores de cabeza. Se alegró de que el oficial tirador de los arcabuceros, un tipo con un bigote algo ridículo en su opinión, se acercó a tratar de explicarle al maestro que allí estorbaba.

Fue imposible, su señor era muy bueno haciéndose el importante, y encima en una discusión a gritos no le ganaba nadie, así que allí se habían quedado. Formarían parte del primer avance imperial, por lo que dudaba mucho que su maestro pudiera disparar el rifle, de hecho lo que más temía era que el arma tuvieran que dejarla atrás, y seguro que se estropearía o desaparecería. Pero ya no había remedio, a lo lejos el ejército goblin había empezado a moverse por fin, una tremenda algarabía jalonada de gritos estridentes comenzó a subir de volumen.

La línea imperial, tras una serie de órdenes secas que Gredo no había sido capaz de oír por el creciente ruido, también se puso en movimiento para hacer frente al enemigo. Su maestro, con un gritito de júbilo, siguió a los arcabuceros mientras el rifle largo de Hochland se bamboleaba peligrosamente en sus envejecidas manos. Él se apresuró a ponerse al lado de su señor empuñando una de las pistolas que habían traído consigo, mientras empezaba a sentir el estómago algo revuelto. Sería aquella la primera batalla en la que iba a participar, y aunque a sus catorce años estaba convencido de que no podía morir no pensaba lo mismo del viejo, y era incapaz de imaginar qué haría cuando éste no estuviera.

Pronto se quedaron rezagados, lo que fue una suerte porque a lo lejos pudo ver como los arcabuceros trataban desesperadamente de abatir un grupo de lobos sobre los que iban los pequeños pielesverdes montados sin conseguirlo. Aquellas bestias embistieron a los imperiales y se enzarzaron en una lucha donde los colmillos y las garras tenían las de ganar. No había que ser muy listo para darse cuenta que en cuanto los arcabuceros comenzaran a huir irían directamente hacia ellos, y los jinetes de lobo los seguirían. Los lanceros que formaban la tropa principal de aquél lugar acababan de trabarse en combate con lo que parecían monstruosas bolas llenas de dientes, así que tampoco podrían ayudarles.

- Maestro...

- Sí, sí, ya lo veo, nuestros bravos soldados no aguantarán mucho.

Su señor se detuvo y colocó el rifle bien alineado con ayuda del trípode, ajustó un poco las lentes y apuntó. Gredo notó como empezaba a sudar cuando el destacamento imperial rompió filas finalmente y salió corriendo hacia ellos. Uno a uno iban cayendo derribados por los feroces animales y...BAM

El maestro Saldán había efectuado un disparo. Quizás por mediación del mismísimo Sigmar había logrado acertar en la cabeza lupina que estaba más cerca. A punto de celebrarlo Gredo se volvió hacia su señor y descubrió consternado que el viejo se había caído de culo sobre el duro suelo, y el rifle había salido despedido hacia un lado.

- ¡Idiota, no te quedes ahí mirándome! ¡ayúdame a levantarme!

Se apresuró a ayudar al maestro pero éste, mirando hacia el frente, se soltó de un manotazo y le señaló con urgencia el saco de las bombas. Lo entendió sin necesidad de que le soltara un golpe en la cabeza. Con manos ágiles abrió la bolsa y agarró una de las lágrimas de cristal. Luego se volvió para enfrentarse al enemigo.

Dos lobos se acercaban velozmente, sólo uno parecía tener jinete. Por un momento se quedó paralizado viendo como la sangre chorreaba de las fauces entreabiertas. Un golpecito en el tobillo le devolvió algo de valor.

- ¡Tírales una pedazo de alcornoque!

Sin pensarlo más lanzó la bomba con fuerza. La distancia que los separaba del enemigo se iba reduciendo tanto que temió haber lanzado la lágrima demasiado tarde. Pero no fue así, el proyectil impactó justo delante de ambas bestias y estalló con un resplandor azulado. Los animales fueron lanzados por los aires mientras su pelaje ardía, varios trozos sanguinolentos y un profundo olor a carne quemada golpearon a maestro y ayudante.

Su señor comenzó a reír y se levantó trabajosamente, para luego dar pequeños saltitos de júbilo. Él se unió a la celebración realizando un baile torpe que había visto una vez en una de las tabernas cercanas a la torre. En un momento vieron pasar varios soldados con la librea imperial con miradas aterrorizadas. Ambos se dieron cuenta de que aún quedaba un grupo de jinetes de lobo acercándose.

Gredo cogió otra de las bombas mientras su maestro se colocaba detrás de él empuñando una pistola. Al momento varias bestias se les echaron encima. No era tan estúpido como para no darse cuenta de que si lanzaba la lágrima a los que ya estaban a un par de pasos, ellos mismos sufrirían la explosión, así que la lanzó a los últimos enemigos. El impacto destrozó dos lobos más junto a sus jinetes, y la onda expansiva derribó a otro goblin de su montura. Inmediatamente una de las bestias se abalanzó sobre él y cayó al suelo con fuerza.

Una babeante mandíbula chasqueó una, dos y hasta tres veces mientras intentaba morderle la cabeza. Torpemente trató de disparar la pistola, pero como debía moverse para escapar de las dentelladas no era capaz de apuntar con firmeza. Su maestro, que parecía haberse quedado paralizado un momento, disparó al lobo volándole un ojo y parte de la cabeza. El animal se derrumbó sobre el muchacho mientras su jinete se lanzaba a por su señor. Aprisionado bajo el peso de la bestia vio con horror como el goblin clavaba su espada en el cuerpo del maestro, de un tirón consiguió liberar su mano armada, apuntó y disparó la pistola al costado del pielverde, que salió despedido hacia un lado como si lo hubieran golpeado mientras un chorro de sangre púrpura saltaba de su cuerpo menudo.

El maestro Saldán se dejó caer al suelo. Ver aquello le hizo lanzar un grito de pánico, lo que ayudó a que, sirviéndose de las piernas, lograse liberarse del cadáver lupino. Se acercó a su señor gateando mientras trataba de que las lágrimas no emborronasen su visión. Su mano se manchó de sangre roja cuando llegó junto al maestro. El viejo tenía los ojos semiabiertos, respiraba pesadamente bajo ese largo bigote que, según él, le daba un aire "distinguido". Echó una ojeada a la herida, estaba cerca del pecho, la espada había rasgado la chaqueta de cuero y la camisa de hilo averlandesa, no se atrevió a mirar bajo ésta, pero una mancha creciente carmesí le dijo todo lo que quería saber. Su señor tosió y un hilillo de sangre rosada y espumosa le brotó por un lado de la boca.

- Gredo muchacho, creo que no es nada pero tendrás que ayudarme a levantarme.

Él no estaba tan seguro de que no fuera nada, pero tenía tantas ganas de creerse aquello que levantó a su señor sin demasiado esfuerzo. Cuando ambos se pusieron de pie un enorme lobo se acercó precavido olisqueando a sus compañeros muertos. Gredo agarró otra bomba, ni él ni su señor tenían ya las pistolas cargadas y, aunque debía sostener a su maestro para que éste no se tambaleara, lanzó la lágrima con la mano libre sin pensar demasiado. El viejo dijo algo por lo bajo, posiblemente porque aquello que acababa de hacer era una locura, pero se permitió sonreír pensando que esta vez no se llevaría el golpe en la cabeza.

El proyectil de cristal golpeó el costado peludo de la bestia y cayó al suelo sin romperse. El lobo bajó el hocico para olfatear el extraño objeto y luego empezó a mordisquearlo. Su maestro y él se miraron y comenzaron a retroceder poco a poco. A su alrededor podían oír la batalla que se desarrollaba, la primera línea imperial había aguantado, menos por aquél lado, por lo que la lucha estaba allá adelante. Nadie parecía haberse dado cuenta de que ese flanco se había desmoronado, aunque en realidad sospechaba que el que hubiera habido varias explosiones había alejado a cualquier posible ayuda.

Retrocedieron varios pasos mientras veían como el lobo seguía tratando de desentrañar qué era aquella cosa que le habían lanzado. Gredo notaba cada latido de su corazón, aunque quizá fuera el del maestro, ya que mientras soportaba parte del peso de éste su oreja estaba pegada a su pecho. Con cada paso que daban alejándose de la bestia oía un suave golpecito. De repente, y tras un chasquido, la cabeza lupina estalló en mil pedazos. Su señor y él recibieron un fuerte empujón de viento caliente que los derribó al suelo y le quemó la piel de la cara.

Tirado en el suelo, por un momento se sintió algo mareado. Se esforzó por enfocar su visión, pues las nubes en el cielo parecían querer dar vueltas. Sintió náuseas y se giró a un lado con rapidez para vomitar la aceitosa salchicha que Doethu había preparado para desayunar esa mañana. Se limpió con el dorso de la mano, y buscó a su maestro mientras trataba de incorporarse. Allí estaba, un bulto que apenas sobresalía del suelo.

Se levantó finalmente tambaleándose. Le dolía detrás de la cabeza, así que se tocó con cuidado. Un pinchazo de dolor y el tacto pegajoso y caliente de lo que debía ser sangre le hicieron soltar un gemido. Empezó a acercarse a su señor, aunque su andar seguía siendo inseguro, además la tierra no paraba de temblar y... ¿temblar?, fijó su vista hacia la batalla, los lanceros habían aguantado aunque a costa de numerosas bajas, pero hacia el centro la línea imperial había retrocedido, tanto que en poco tiempo estarían a tan sólo unos pasos de su maestro. Los grandes espaderos mantenían una defensa desesperaba frente a una gran cantidad de goblins nocturnos, de entre los cuales pudo distinguir los temidos fanáticos goblin, de los que había oído hablar, pero nunca había llegado a ver. Habría dos o tres girando sobre sí mismos con enormes bolas de metal erizadas de púas. Cada vez que impactaban en el grupo que combatía, tanto imperiales como pielesverdes, el choque se hacia sentir incluso en la tierra bajo sus pies, mientras los cuerpos y los miembros destrozados volaban aquí y allá.

Tragó saliva, si las cosas continuaban de aquél modo pronto los fanáticos estarían tan descontrolados que cualquiera de esos locos podía llegar hasta ellos. Cojeando llegó finalmente junto a su señor. Tenía los ojos cerrados, su palidez le asustó, pero seguía respirando, aunque de modo entrecortado. De algún modo el saco con las bombas estaba sobre él, al menos dos se habían desparramado a su alrededor. Gredo se dio cuenta de la suerte que habían tenido de que ninguna explotara. Empezó a recogerlas para meterlas de nuevo con las otras mientras echaba otra mirada a la batalla.

Un escalofrío le recorrió la espalda, finalmente uno de aquellos fanáticos se acercaba girando como un trompo a su posición. Su recorrido, aunque zigzagueaba de un lado a otro, parecía marcado por una de aquellas líneas que su señor hacía con lo que llamaba “regla”, iba directo a arrollarlos.

Se humedeció los labios y lanzó una de las lágrimas explosivas que tenía agarrada, esperaba que estuviera aún lo bastante lejos, no quería volver a volar por los aires. La bomba erró por muy poco su objetivo, estallando unos cuantos pasos detrás. El fanático fue alcanzado por la fuerza de la detonación y su giro se volvió errático y bamboleante, alejándolo del maestro y él. Se apresuró a recoger el resto de lágrimas cristalinas y volvió a echarse el saco al hombro. Tenía que despertar a su señor, así que empezó a zarandearlo mientras echaba ojeadas nerviosas al goblin fanático, pues su giro volvía a tomar fuerza y haciendo una amplia curva se dirigía otra vez hacia ellos.

El maestro no recobraba el sentido, se atrevió incluso a darle un par de bofetadas. No había manera, así que se levantó, cogió una nueva bomba y la lanzó a la siniestra peonza en que se había convertido el goblin loco. Esta vez no se quedó a esperar la explosión, se lanzó sobre el cuerpo del maestro Saldán y trató desesperadamente de mantener a ambos contra el suelo.

El estallido no se hizo esperar, el viento le dio un fuerte tirón, pero resistió, varias piedras le golpearon la cabeza, pero aguantó los aguijonazos lanzando un grito de rabia. Las lágrimas salían una vez más de sus ojos, pero no le importaba. En cuanto el eco de la detonación se disipó volvió el rostro hacia donde esperaba encontrar los restos sanguinolentos del pielverde. Pero éste seguía vivo, estaba tirado en el suelo y acababa de erguirse a medias. Tenía una mirada espeluznante entre la locura y la sorpresa, su cara estaba medio quemada, le faltaba una oreja y se miraba las manos sanguinolentas con gestos rápidos. La enorme bola de metal que, unida a una gruesa cadena, le obligada a girar de manera mortal estaba hecha pedazos a unos diez pasos. De pronto, el fanático empezó a reír de manera descontrolada, se levantó algo tambaleante y cogió la cadena de su destrozada bola. Probó a girarla y, aunque ya no tenía el poderoso peso al final, los gruesos eslabones seguían siendo algo a tener en cuenta. El goblin pareció satisfecho y fijó su enloquecida mirada en Gredo e inmediatamente comenzó a girar.

Observó por un momento al maestro, su respiración parecía más pesada, más lenta, y seguía sin despertarse. Así que no podía irse de allí y dejarlo atrás, ¿o sí?, quizá pudiera atraer la atención del goblin hacia él, si es que aquél loco giratorio podía ver algo mientras se acercaba. Sujetó con fuerza el saco, no podría usar las lágrimas ahora que la distancia se estaba acortando demasiado, pero tampoco le parecía bien dejarlas tiradas por ahí, sólo esperaba que su carrera no las hiciera estallar. Decidido corrió hacia un lado agitando el brazo izquierdo con brío.

De alguna manera el fanático debió verlo, o quizás simplemente él se había puesto justo en su trayectoria, porque tras una suave curva el pielverde se acercó rápidamente a él. A menos de dos pasos se tiró al suelo tratando de evitar el golpe de la cadena giratoria. Lo logró, pero el goblin lo pisoteo de pasada. Notó un par de crujidos en el pecho y un dolor lacerante se alojó en sus costillas. Rodó sin aliento a un lado tratando de enfocar de nuevo la peonza asesina. Se había alejado dando tumbos y girado de nuevo al frente de batalla, el fanático alcanzó a un lancero de lleno y éste salió despedido a un lado como un muñeco de trapo. El sonido del golpe le hizo chirriar los dientes mientras se levantaba. Rebuscó en el saco con la idea de coger una de las bombas y, para su sorpresa, se encontró con que ya sólo quedaban dos más la que agarraba en la mano.

Por un momento quedó indeciso, miró las bombas, luego el cuerpo del maestro y pensó que no podía gastarlas, debería… debería saber qué pensaba su señor de aquello. De reojo vio como el goblin loco seguía causando estragos en la batalla, lanceros y pielesverdes eran golpeados salvajemente en su incontrolado giro. Aprovechó para acercarse de nuevo al viejo, si no se despertaba con sus bofetadas probaría con patadas o…

Lo notó, fue instintivo quizá, pero giró la cabeza justo a tiempo de ver cómo el fanático volvía a dirigirse hacia ellos.

- No, no, no, no…

Apretó los dientes y con un gesto de rabia lanzó la lágrima de vidrio. El proyectil impactó justo en la cadena giratoria y explotó con fuerza lanzando por los aires el cuerpo destrozado del goblin. Se tambaleó con la onda de choque y tropezó con algo blando, ¿el maestro? Vio como algo saltaba al aire y cuando se dio cuenta de lo que era el tiempo pareció pasar más despacio. Era el saco con las bombas que quedaban, lo había soltado al tropezar y ahora se alejaba volando a un par de pasos. Se obligó a moverse con el brazo estirado para agarrarlo, pero no llegaba, vio con horror como dos hermosas gotas de cristal salían del saco, unos extraordinarios reflejos de luz destellaban de manera intermitente, y caían… caían… logró agarrar una de ellas, mientras la otra… golpeaba una de las rocas del suelo y… BOOUUMM

Notó un salvaje empujón en todo el cuerpo y luego cómo volaba por el aire. Le pareció un momento interminable, el mundo parecía haberse vuelto loco, colores y formas pasaban velozmente por su visión mientras parecían oscurecerse poco a poco, y un molesto pitido iba subiendo de tono destrozando sus oídos. Luego todo se apagó sin más.

*     *     *

Despertó en un catre hediondo, bajo una lona llena de lamparones oscuros. Trató de manotear para liberarse de aquello, pero su cuerpo no reaccionaba. Parpadeó cansadamente, podía vislumbrar un par de sombras oscuras a través del tejido. Puso atención para escuchar lo que parecía una conversación, pero sólo podía oír hacia la izquierda. Qué raro.

- ¿…Sacerdotisa?

- No puedo hacer mucho más maestro Granjo, no creo que despierte ya.

- ¿Y el chico?

Las dos formas se acercaron.

- El muchacho… no lo sé, está en manos de Shallya. Solo la diosa sabe por qué sigue vivo, pero no debería ser así, nunca había visto algo igual, ha perdido ambas piernas, el brazo derecho y tiene una fea herida en el costado, además creo que debe haberse golpeado la cabeza.

- ¿Y por qué le han tapado?

- Como le he dicho depende de la diosa, nosotras no podemos hacer nada más. Puede que tampoco despierte.

- Debe hacerlo, si no el conocimiento se perderá, ¿no lo entiende?

- Está hablando del explosivo.

- Sí, la bomba, lo encontraron agarrándola con fuerza pegada a su pecho, pero estaba agrietada, ya no sirve. Es importante, un invento único.

- No, para Shallya lo que importa es la vida, lo que usted dice es la muerte.

- ¡No!, veo que no lo entiende.

Notó como algo se posaba sobre su pecho.

- Sin este muchacho todo se ha perdido.

Las dos sombras se separaron, una se quedó junto al lecho, la otra se marchó. Luego lo destaparon. Parpadeó de nuevo, con esfuerzo. Ante él se inclinaba un rostro de mujer delgado, pero hermoso.

- Tranquilo muchacho, sé que te recuperarás, la diosa no te abandonará. Nosotras te cuidaremos.

Trató de despegar los labios para hablar, pero tan sólo logró fruncir el ceño.

- No, no hables, olvida la bomba, ya no puedes hacer nada.

Lloró. En su mente acababan de germinar todas las palabras que había escuchado mientras estaba tapado. El maestro Saldán había desaparecido. Su invento, las lágrimas de cristal, eran un éxito, pero no quedaba nadie que pudiera recrearlas, ni siquiera él, que ya no era nada. Sin piernas, sin uno de los brazos… De pronto a la mente le vino la imagen de una de las bombas de vidrio, giraba ante sí y su superficie parecía estar exquisitamente tallada; le asaltó la seguridad de que habría sido él, mucho más mayor, el que las habría decorado de ese modo. Luego la imagen se disipó.

Lloró. Y pidió fervientemente a Morr que lo acogiera en su reino.

FIN

No hay comentarios:

Publicar un comentario