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DE MADERA
La cálida madera lo esperaba una noche más. Lo miró mientras se acercaba despacio, enterrando los pies descalzos en la alfombra, con esa expresión triste y ausente que casi nunca lo abandonaba desde que lo había conocido. Con la soltura que da la práctica se sujetó la rebelde melena en una apretada coleta a la altura de la coronilla y se arremangó por encima de las muñecas.
Se sentó en el taburete de siempre y empezó a acariciarla. Sus ojos, cansados y apagados, seguían las líneas veteadas que iban rozando las yemas de los dedos. La madera, un enorme trozo de olivo centenario, había acabado aprendiendo que formaba parte de un ritual, aunque le había costado casi un año aceptar la situación. Cuando la trajeron, lo primero que vio fueron las herramientas del oficio de su nuevo dueño. Perder su libertad le había dolido más que dejar atrás su vida, pero saber que su forma estaría a merced del capricho de aquel hombre taciturno la había aterrado.
Ahora quedaban muy atrás el miedo y la posterior resignación. Ser testigo de las obras que salían de las manos de él era fascinante. A pesar de que no debía ser la persona que alguna vez fue su genio artístico pervivía. Unas veces moldeaba la madera con tristeza, otras con desgana, pero la mayoría con rabia y, a pesar de todo, lograba que un hermoso objeto naciera en cada ocasión.
Sin embargo, a la madera de olivo que permanecía en el lugar más luminoso de la casa no le había arrancado ni una viruta desde su llegada, harían ya cerca de dos años. Cada noche la acariciaba y trataba de escudriñar su interior antes de que sus ojos quedaran anegados en lágrimas y se alejara en busca de una botella.
La madera sabía que en aquella casa faltaba algo, un importante pedazo del corazón de aquel hombre. Lo sabía porque entre caricias y lágrimas él le hablaba. No entendía las palabras, pero sí los sentimientos, las emociones; hasta que un día la ausencia también le dolió a ella. Entonces, sin saber la razón, empezó a sentir algo en su interior. Una cosa que necesitaba salir a la luz y que sólo él podía lograr dar forma. No había podido transmitirle aquello, pero cada noche lo seguía intentando.
Esta noche está lloviendo fuera. Él sigue acariciando cada centímetro de su superficie y pronto sus ojos quedarán velados por las lágrimas. Sin embargo, el hombre se detiene, su expresión cambia del abatimiento a la sorpresa e, inmediatamente, a la resolución. Agarra la gubia y la maza, y comienza a trabajar su piel veteada sin pausa.
La madera se regocija, sabe que tras su renacimiento será capaz de entender cada una de sus palabras, pues formará parte para siempre de su corazón.
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