sábado, 1 de diciembre de 2012

Aquelarre [Relato Warhammer Fantasy]

AQUELARRE

Las ventanas y puertas aparecían completamente cerradas. No se veía ninguna luz pero estaba seguro que eran muchos los ojos que les espiaban. Pero ninguno de aquellos que acechaban en sus hogares tendría valor para dejarse ver. Siempre sucedía así, un Cazador de Brujas producía ese efecto. Tampoco ayudaba que a su alrededor hubiera conseguido reunir un grupo tan peligroso de guerreros. No le gustaba aquello, eran demasiados como para no hacer ruido, y solía preferir realizar su labor en silencio, pasando desapercibido. Por eso lo normal era que fuera acompañado de su gente, tres o cuatro guerreros bien escogidos.

Pero esta vez necesitaba mucho más. Según la información que había conseguido reunir la secta que esta noche iban a destruir contaba con un buen número de seguidores, y las líderes eran unas blasfemas peligrosas, unas brujas de muy alto nivel. Sólo una vez en su vida se había topado con un hechicero corrupto de alto nivel, y había sido una de las experiencias más horrorosas de su vida. En aquella ocasión eran dos ejércitos los que se enfrentaban, él estaba rodeado de los fieles soldados del Imperio, decenas o incluso cientos de hombres. Apenas sobrevivieron un puñado.




Esta noche sería diferente. Había utilizado toda la influencia de que disponía y hasta la última moneda de oro que tenía para reunir a todos aquellos guerreros para su sagrada tarea. Sólo su propia gente le acompañaba sin pedir nada a cambio; dos veteranos espadachines de Averland, un luchador de Pozo de Altdorf, un antiguo caballero de la Orden del Bastón Negro y un cazador de las sombrías tierras de Stirland. Todos hombres que conocía y en los que confiaba. El resto… esperaba que estuvieran allí por algo parecido al honor. Lo dudaba. A su izquierda seguía escuchando el interminable murmullo del enano Torik “Nariz de Troll”, al que de vez en cuando se le escapaba una carcajada. Pero peor era el ruido que hacía el ogro, el tal Krigo, que se afanaba en contarle a su compañero, un hechicero del Colegio Brillante llamado Sordem, una batalla que sabía Sigmar si de verdad había sucedido. No se explicaba cómo podían trabajar juntos aquellos dos. Eran de largo los que más oro habían exigido. Por fortuna los mercenarios de Galloi le habían pedido apenas nada, y eso que eran una veintena, aunque sospechaba que buscaban algún tipo de venganza.

Treinta almas. Esperaba que fueran suficientes para enfrentar al aquelarre.

Las lunas ofrecían una luminosidad extraña, Morrslieb brillaba con más fuerza de lo normal, imponiendo su luz sobre Mannslieb, haciendo que las calles se colorearan de un verde irreal. Sabía que aquella situación sobrenatural había sido elegida por la secta específicamente, por lo que estaba seguro que el ritual que quisieran hacer debían hacerlo esta noche, y no otra. También significaba que aunque no supieran que él iba a por ellos estarían vigilando para que nadie se entrometiera. Apretó el paso.

Pronto el grupo llegó a su destino y se separó para rodearlo. Era un enorme caserón oscuro, posiblemente construido por alguna antigua familia como palacete en la ciudad, pero aquella zona había sido abandonada hacía casi una década, cuando las familias más adineradas decidieron vivir en el Distrito Alto. La casa estaba a oscuras, pero a diferencia de las que la rodeaban tenía las puertas y las ventanas abiertas de par en par. La luz verdosa no parecía poder penetrar la oscuridad del interior.

Esperó lo que creyó suficiente para que el resto de grupos se posicionaran. Atacando desde varios puntos los de dentro no podrían escapar. Aunque bien sabía Sigmar que lo más probable era que presentaran batalla. Avanzó hacia la puerta principal, seguido de su propia gente, y del enano, que se había empeñado en estar cerca para que no le adelantara en enfrentarse a las brujas.

Dudó en penetrar la oscuridad de la entrada, se detuvo tan sólo un suspiro, pero el maldito Torik continuó, atravesando la oscuridad mientras soltaba una carcajada. Con un gruñido lo siguió, justo detrás entraron los suyos.

Tres pasos y se detuvo, a su derecha pudo escuchar el ruido metálico de la armadura de Cerlén. La espada del caballero parecía iluminarse poco a poco. Estaba bendecida, pero no hechizada, al menos que él supiera. Al instante empezó a ver más cosas que parecían iluminarse poco a poco, en realidad sus ojos se estaban acostumbrando a aquella oscuridad, que no era tal, pues parecía haber algo de luminosidad, una especie de resplandor que hacía que todo apareciera ante su vista como bultos grisáceos.

En frente se recortaba la silueta del enano alejándose hacia la izquierda. Se dirigía a una gran puerta doble, por cuyos resquicios parecía filtrarse una luz blanquecina. Estuvo a punto de gritarle que esperara, pero se contuvo. En lugar de eso avanzó con rapidez para tratar de ponerse a su altura. A su espalda sus hombres le imitaron, estaba seguro que tanto Silo, como los espadachines Karl y Zoll estarían recitando una plegaria entre dientes a Sigmar. Costa lo estaría haciendo mentalmente a Ranald o quizás a Myrmidia. Era algo que el luchador de pozo nunca le diría, pero él lo sabía. Cerlén estaría ya pensando en su primer movimiento de ataque, como debería estar haciendo él.

De pronto la puerta explotó. Torik aulló un grito de guerra en su áspero idioma, mientras se mantenía firme ante el empuje de la onda expansiva, luego atravesó de cabeza el vano de la puerta cargando con fuerza. Sus pesados pasos retumbaron sobre las tablas. Él y los suyos habían sido lanzados al suelo, se levantaron entre maldiciones y siguieron al enano.

Lo primero que vio al atravesar las puertas fue una enorme sala extrañamente remodelada. Se habían derribado un par de paredes para hacerla más espaciosa, y en el centro se había levantado una especie de tarima de gruesa madera oscura, a los lados, como si fueran un par de pequeños torreones gemelos, se erigían dos pulpitos como una horrenda parodia de los que había visto en iglesias sigmaritas. También parecían de madera negra, con gran cantidad de relieves que… dañaban la vista.

Habían entrado justo a mitad del ritual, o eso esperaba, decenas de rostros se habían vuelto a mirarlos. ¡¡Por el Sagrado Sigmar!!, todas… todas aquellas mujeres estaban completamente desnudas, sus ojos fueron atrapados en el hechizo de aquella visión. Pieles níveas, labios rojos como la sangre, mejillas arreboladas y ojos… ¡Sigmar todopoderoso!, aquellos ojos prometían placeres indescriptibles. Se sintió excitado al instante, su mirada se pegó a aquellas formas, recorriendo un camino que lo hacía enloquecer, deteniéndose ávidamente en las redondeadas formas de… ¡No!, todo aquello estaba mal, lo sabía, lo intuía. De pronto vio como una cabeza saltaba por los aires, luego un brazo, y sangre, mucha sangre, el enano estaba atacando despiadadamente a aquellas… aquellas diosas, aquellos seres perfectos. Por un momento odió al asqueroso tapón… pero el hechizo empezó a flaquear. Poco a poco su mente se fue centrando, recordando a lo que había venido. Se obligó a centrar la mirada en otro sitio. Sobre los púlpitos descubrió a las brujas, cada una en uno de aquellos pequeños torreones. También mostraban su desnudez impúdicamente y, aunque hacía tan sólo un instante hubiera jurado que era imposible, descubrió que eran infinitamente más bellas que las demás mujeres. Se resistió como pudo a su influjo, mientras sus ojos acariciaban aquello que hacía años se había obligado a sí mismo a no tocar… probar... porque él sólo quería a una mujer. El recuerdo de su fallecida esposa le dio fuerzas para recuperar algo de control. Poco a poco volvió a ver lo que sucedía a su alrededor.

El enano había causado multitud de bajas a las herejes, pero había sido el único, tanto él como los suyos se habían quedado parados. Ahora podía ver que algunas de las mujeres estaban manchadas de sangre, había cuerpos tirados en el suelo. En el otro lado de la sala los mercenarios también habían quedado completamente inmóviles mirando fascinados a las doncellas desnudas. Del hechicero y el ogro no había ni rastro. Soltó una maldición, el maldito enano era el único que estaba haciendo lo que debía hacerse.

Se giró hacia Silo. El cazador tenía los ojos exageradamente abiertos, en la boca se le había pintado una estúpida sonrisa lasciva, mientras un hilillo de baba empapaba su descuidada barba. Lo agarró por la pechera y lo zarandeó. El hombre lo miró con odio.

- ¿Has traído la grasa?

- ¡Déjame en paz!, tengo que…

- ¡Escúchame!

El cazador le dio un empujón y echó mano a su espada corta. Lo miraba con ojos enrojecidos. Sería inútil empezar a pelear entre sí, así que se le ocurrió una idea.

- ¿No lo ves?, necesitamos impresionar a estas… doncellas.

Consiguió atraer la atención del hombre, su enfado disminuyó y lo miró de manera interrogativa.

- ¿Has traído la grasa?.

El de Stirland le hizo un gesto afirmativo. Aquella grasa era en una mezcla invención del cazador, una “receta” que daba como resultado una sustancia que ardía con fuerza, muy difícil de apagar.

- Lanza una flecha cubierta de grasa hacia arriba, para que todas nos… para que todas te miren.

El hombre empezó a hacer gestos afirmativos desenfrenados, se relamía la lengua rebuscando entre sus bolsas. Lo dejó hacer, odiaba ver así a su amigo, pero sabía que no sería el único. Los espadachines y Costa estaban rígidos, parecían… gallos de corral que quieren demostrar ser más altivos que los demás, las ostentosas plumas que solían llevar en sus gorros no hacían más que enfatizar aquello. No, aquellos tres no le servirían. Cerlén en cambio… lo miró, el caballero tenía el casco puesto y la visera bajada, por lo que era incapaz de verle la cara, pero sí podía ver como la mano con que sujetaba la espada temblaba. Se acercó a él.

- Cerlén, amigo, quizás… - se calló, del casco parecía brotar un murmullo, se acercó más.

- …sucias perras, mancillando mi honor, no lo lograrán…

Sorprendentemente el caballero parecía estar controlando la influencia de aquellas mujeres. Pero necesitaría ayuda o se quedaría allí parado, maldiciendo por lo bajo. Entonces escuchó el característico silbido de una flecha cruzando el aire.

Silo había disparado hacia arriba, siguiendo su sugerencia, había embadurnado el proyectil con una cantidad sorprendente de grasa. Sabía lo que le costaba hacer aquella mezcla, siempre trataba de guardar toda la que pudiera, pero estaba seguro que ahora no había guardado nada. La maldita flecha volaba lentamente, debido al peso. Pero logró su objetivo. Las brujas la miraron un momento, desconcentrándose lo suficiente como para que la extraña sensación de… deseo, se quebrara. Los suyos lanzaron un grito de rabia a la vez. Se habían dado cuenta que habían sido engañados. Él mismo podía ver a las mismas mujeres desnudas pero ahora… no eran más que desgreñadas llenas de verdugones, de piel lechosa y traslúcida. Los labios rojos en realidad eran de un morado pálido, eran los dientes los que aparecían sanguinolentos. Y los ojos estaban plagados de hilillos rojos rodeados por la marca circular morada de los que apenas habían dormido.

La flecha se clavó con un chasquido en el púlpito más cercano. Al instante las llamas lamían la madera hasta llegar a prender el cabello de la bruja que allí se encontraba. Un grito de rabia surgió de sus labios. Las mujeres la miraron. Aprovechó para cargar con fuerza pero tratando de no hacer ruido, los demás lo siguieron. Su intención era llegar hasta el enano, que había abierto una brecha en el círculo de herejes y estaba a punto de llegar a los pies de la tarima.

Cercenó una cabeza a su derecha y enterró con fuerza la espada en otro cuerpo con el golpe de retorno. Un cántico empezó a sonar ganando fuerza. Una letanía impía. Eran dos las voces que recitaban, y poco a poco notó que el ambiente se espesaba, como si se hubiera sumergido en las profundas aguas del Talabec. Las mujeres habían vuelto a prestarles su atención, sus movimientos no parecían entorpecidos por el conjuro, así que pronto se vio atacado por todas partes, arañazos, mordiscos y golpes le acosaban. Aquellas herejes no portaban armas, pero tenían las uñas afiladas y sus dientes herían como las púas de una maza de guerra. Eran muchas.

Derribó a dos más antes de que aprisionaran sus brazos y piernas. Su rostro recibió profundos cortes con aquellas garras humanas y una joven de cabello azabache le arrancó media oreja de un mordisco. Cada pulgada de su cuerpo fue golpeada, eran tantos los golpes que no importaba que aquellas perras tuvieran poca fuerza, sentía como sus músculos gritaban de dolor, pronto sus huesos comenzarían a crujir. Cayó de rodillas.

En un suspiro se encontró libre. Cerlén y Zoll habían aparecido a ambos lados y hacían retroceder a las mujeres. Se levantó poco a poco.

- ¿Y Silo, Costa y Karl?.

El caballero negó con la cabeza mientras seguía lanzando tajos a izquierda y derecha.

- Le quitaron los ojos, y luego… le arrancaron el rostro a mordiscos…

Zoll escupió las palabras con rabia. Se refería a Karl, habían sido inseparables. Se unió a sus hombres en la lucha. Esperaba que los mercenarios de Galloi también estuvieran avanzando. Apenas podía desviar la mirada hacia los púlpitos, pero la salmodia seguía adelante. Y podía sentir que las brujas estaban a punto de acabar, lo que fuera que estaban tratando de traer a este mundo estaba cerca. Y ellos avanzaban muy lentamente, no sólo se veían obligados a atravesar un río imaginario, sino que aquellas odiosas mujeres desnudas no dejaban de atacarles.

De pronto las palabras del conjuro acabaron. Pudo distinguir que Torik había llegado a la tarima. Pero el grito de triunfo que estaba a punto de lanzar murió en su garganta cuando una de las brujas, con un gesto de su mano, envió el cuerpo del enano por el aire hasta chocar con la pared. Demasiado tarde, no podrían llegar. Sentía que algo estaba a punto de estallar, era una sensación extraña, como cuando caes varios metros y sabes que el golpe va a doler.

Ambas brujas elevaron los brazos a media altura y el tiempo pareció detenerse. Cada gota de sangre que empapaba el suelo se elevó en el aire, y con un gesto de sus manos las hechiceras lanzaron todo aquél líquido rojo hacia el espacio que se encontraba entre ambos púlpitos. La marea rojiza chocó contra un muro invisible, y empezó a arremolinarse velozmente, formando una especie de torbellino que giraba cada vez más rápido. La temperatura descendió bruscamente. Todas las mujeres se postraron en el suelo.

Su alma se llenó de angustia. Apartó un momento sus ojos de aquél remolino y buscó desesperadamente una solución. Ahora que las herejes no tapaban su visión descubrió que los mercenarios también habían sufrido bajas, debían quedar la mitad o menos. Siguió mirando en derredor y sus ojos tropezaron con la figura achaparrada de Torik, estaba de pie apoyándose en el hacha como si fuera un bastón, mostraba una sonrisa enloquecida, sus dientes brillaban empapados en sangre, su propia sangre. Sus miradas se cruzaron, el enano ensanchó aún más su sonrisa y comenzó a avanzar hacia la tarima nuevamente.

Suspiró, tocó los hombros de sus compañeros y avanzaron. Pasara lo que pasara, se desencadenara el mal que se desencadenara, debían ir a su encuentro. “Nariz de Troll” tenía razón, mejor no pensar en ello. Se forzó a sonreír con una mueca exagerada. Le temblaba la comisura de la boca, pero agarró con mayor firmeza la empuñadura de su espada. Descubrió que ya no le costaba tanto avanzar.

Una puerta lateral saltó por los aires dando paso a Krigo. El ogro arrastraba cogido del cuello a un caballero de armadura negra, en su enorme pecho lucía dos enormes tajos que chorreaban sangre. Después apareció el hechicero de fuego. Sordem no parecía mostrar heridas, pero tenía los ojos luminosos y sus ropajes estaban salpicados de sangre. Tan pronto como vio a las brujas les lanzó una bola de fuego.

El proyectil mágico se estrelló contra la hechicera de la derecha arrancando un grito de sorpresa por parte de las mujeres arrodilladas. Posiblemente su poder se había agotado en el ritual. La bruja ardió entre horribles gritos de agonía. Su impía compañera miró con odio al hechicero antes de saltar hacia el remolino sangriento. Su cuerpo explotó añadiendo cada gota de su sangre al vórtice.

Entonces se produjo una escena que le revolvió el estómago. Todas las mujeres se levantaron, y se abrieron horribles heridas, arrancándose con los dientes pedazos de carne de sus muñecas, estrellando sus cabezas contra el suelo, o utilizando las uñas con saña en las venas de su cuello. No le dio tiempo a hacer nada, en unos instantes todas y cada una habían perecido, su sangre fue absorbida por el remolino.

El vórtice rojo aumentó aún más su velocidad, formando un cono cuya punta se mantenía centrada en el lugar donde las brujas lo habían iniciado, justo desde aquél punto empezó a formarse un puñado de grietas brillantes, de color rojo al principio, que se iba tornando en morado. Las grietas se alargaron, formando lo que parecía una telaraña desordenada mientras toda la sangre acumulada desaparecía por aquellas fisuras.

Cuando todo el líquido vital desapareció las grietas empezaron a ensancharse. Aunque pareciera imposible comenzaron a caer trozos de… realidad, pedazos de lo que fuera aquél muro invisible, que se estrellaban en el suelo con un ruido de vidrios rotos. Los huecos que iban apareciendo eran de luz, una luz púrpura brillante.

Aunque lo que estaba presenciando debería haberle dejado paralizado, él y los suyos se vieron impelidos a seguir acercándose a la tarima. Sólo el hechicero brillante parecía luchar contra aquella fuerza de atracción, pues su rostro aparecía contorsionado, mientras las gotas de sudor que apenas empezaban a resbalar por su piel se vaporizaban con suaves siseos.

Al final todas las grietas desaparecieron, dejando un enorme hueco luminoso suspendido en el espacio entre los púlpitos. La luz aumentó de intensidad volviéndose de un blanco cegador. De pronto, en medio de la luz asomó un rostro demoníaco de piel negra. Todos se paralizaron.

El demonio tenía ojos rasgados, no parecía tener nariz, y la boca se curvaba en una sonrisa irreal. Su expresión era… divertida, como si se lo estuviera pasando bien, o como un niño cuando está disfrutando de un atracón de golosinas de miel. Sus labios se entreabrieron para dejar paso a una larga lengua de un morado vivo que empezó a hacer un exagerado gesto de estar relamiéndose.

Horrorizado y a la vez fascinado fue testigo de cómo, uno a uno, los hombres le ofrecían sus armas a aquél ser y se arrodillaban respetuosamente. Sordem se mantuvo en pie sólo hasta que su cabeza estalló con un chisporroteo. El enano y el ogro se miraron confundidos. Un látigo de luz los hizo pedazos.

Se… se lo merecían, el Amo debía ser obedecido. Descubrió a su derecha a Cerlén. El estúpido Cerlén, estaba paralizado, a medio camino entre arrodillarse y mantenerse de pie. Con un gesto de odio le arrebató la espada bendita y se la clavó en el estómago. El Amo debía ser reverenciado, si no se arrodillaba de propia voluntad él haría que lo hiciera.

Sintió la dulce caricia de su señor. Parecía decirle que había actuado bien. Se agachó hasta que su nariz se pegó a las sucias tablas del suelo. Estaba inmensamente agradecido de que el Amo supiera de su existencia.

El demonio atravesó por completo el portal de luz y comenzó a emitir una risita que hizo sangrar los oídos de sus nuevos servidores.

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