miércoles, 6 de julio de 2011

La gominola blanca (relato no ficción)



LA GOMINOLA BLANCA

Se pasó la mano por el pelo, de la sien a la nuca. Era un gesto muy común en él y del que apenas se daba cuenta ya. Su hija bromeaba con aquello siempre que podía. No tenía el cabello de antaño, ahora su cabeza estaba más bien “despejada”. Cuando empezó a darse cuenta de que perdía pelo era tarde y no le importaba, estaba demasiado ocupado con su trabajo y su familia. Ahora hacía bastantes años que se había jubilado y el poco pelo que le quedaba era de un gris que no le gustaba. Así que siempre lo llevaba muy corto y esperaba que cayera con el tiempo.

Sonrió. Estaba contento aquél día. Sentado en aquél banco, a la sombra de uno de los altos árboles de la plaza. Se sentía como un niño pequeño haciendo travesuras. Miró su arrugada mano. En su palma descansaba una pequeña gominola azucarada con forma de oso. Era blanca. Se la echó a la boca en un solo movimiento.




La saboreo despacio, tratando de descubrir de qué era. Quizás no tenía sabor, o él al menos no lograba descubrirlo. Pensó que frente al resto de colores y sabores aquella gominola era simple. Su vida también había sido simple, o al menos eso le parecía cuando la comparaba con la de sus hijos. Una vida simple, pero dulce, sí, como aquella golosina.

¿Verdad Mina?. Sí, tú y yo hemos vivido una vida muy feliz. Recordar a su esposa le resultaba cada vez menos doloroso. No podía dejar de añorarla, pero sí vivir sin ella. Nunca lo hubiera dicho, y de hecho durante un tiempo pensó que no merecía la pena una vida sin ella, pero sus nietos le habían devuelto la ilusión, y verlos crecer le daba una buena excusa para agarrarse a este mundo, así cuando se reuniera con su Mina podría contarle tantas cosas de ellos. Y no es que ella no los estuviera viendo desde “ahí arriba”, ¿verdad cariño?. Simplemente cuando él subiera podrían hablar de todo aquello, y él podría decirle cómo se sentía el abrazo de sus nietos.

A lo lejos sonó el timbre de la escuela. Sacó otra gominola blanca, la miró un momento y se la metió en la boca. Luego se levantó despacio y se acercó a la puerta del colegio. Sus ojos se avivaron buscando a la alegría de aquél día. Allí estaba, un destello dorado enmarcando una carita sonriente que se acercaba corriendo a abrazarle.

- ¡Abu!.

- Peque, ¿qué tal el cole?

La niña puso un gracioso gesto de cansancio, y se apartó un mechón de pelo que le caía sobre la nariz.

- Aburrido, tenía ganas ya de salir. ¿Vas a comer en casa?.

- Claro que sí, por eso he venido a buscarte.

- ¡Bieeen!

Aquella carita se iluminaba ahora con una sonrisa. Al poco vio cómo se fijaba en lo que llevaba en las manos. Dos bolsitas llenas de gominolas. Una con ositos de muchos colores y la otra con ositos blancos.

- ¿Son para mí abu?.

- Sí, una es para ti y la otra para mí.

La niña miró extrañada las bolsas.

- Tranquila que las blancas son mías, esas no te gustan ¿no?. ¿Vamos?.

La cogió de la mano y fueron despacio a casa de su hija. Ninguno quería llegar demasiado pronto, porque si ella les veía las gominolas… seguro que les regañaba. Así que se las fueron comiendo por el camino mientras hablaban y reían.

Aquél era uno de sus días felices. Recoger a su nieta más pequeña de la escuela, llevarla a su casa y quedarse a comer con su hija, su marido y la pequeña. Llenando su día de alegría, conversando, riendo, jugando si era necesario. Ya no estaba para mucha actividad, pero lo pasaba bien con sus nietos, y por nada del mundo les negaría jugar un rato con ellos. Hoy se quedaba con su hija menor, otro día con el mayor, y otro con la mediana, todos ellos le habían dado nietos. Eso hacía que los días felices fueran frecuentes a la semana.

Cuando volvía a su casa decidió primero hacer una parada. Atravesó la verja con decisión y se dirigió de memoria al único rincón de aquél lugar que no le parecía sombrío. Se quedó un rato mirando cada letra. Luego sacó del bolsillo una bolsita arrugada, sacó de ella la última gominola blanca y la dejó muy cerca de la lápida.

- Mañana te traeré otra Mina.

Arrugó la bolsa y se la metió en el bolsillo. Seguía estando feliz.

- ¿Has visto que grande está ya?, mañana la volverá a ver, dice la niña que no podrá recogerla, y a mí no me cuesta nada.

A la mañana siguiente volvió a comprar dos bolsitas de gominolas, de todos los colores. Lo hizo una hora antes de ir a por la pequeña, así le daba tiempo de separar las gominolas blancas, sentarse un rato en aquella plaza tan bonita y pensar en su vida.Simple y dulce.

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