viernes, 28 de julio de 2017

Aguamarina (Relato corto)

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AGUAMARINA

El esquife cabalgaba las olas con vehemencia, tal vez se había imbuido de la ansiedad que él mismo sentía por llegar a su destino. A lo lejos, el barco de piel blanca se bamboleaba cansinamente. Por un momento pensó si sería buena idea dejarlo allí solo, pero pronto sus pensamientos lo aguijonearon para alejarlo de aquella preocupación sin sentido.

Su mirada fue atraída una vez más hacia la delgada proa, sobre ella el gran ojo se acercaba más y más, de un azul profundo y oscuro, rodeado de ese celeste que tanto destacaba en las postales de las agencias de viaje se le antojó un sumidero que se tragaba toda el agua del mundo. Detuvo la embarcación a unos metros y se colocó las botellas de oxígeno, la máscara y las aletas. Se sentó en el borde y se detuvo un momento para acompasar la respiración y controlar sus acelerados latidos. Entonces se dejó caer hacia atrás.

El azul lo acogió con un golpe blando y un sonido de burbujeo que pronto dio paso al silencio. El mundo de ahí abajo lo fascinaba cada vez que osaba visitarlo, aunque pronto se dirigió al pozo sus ojos repasaron con deleite aquella otra zona cercana a la superficie. La luz no tenía problema en engalanarlo todo de modo que los colores y reflejos no se resistían a dejarse observar, la arena blanca del fondo, los corales apretujados en naranjas, rojos y verdes, los esquivos peces de lunares y rayas, de plata y oro. Bruscamente todo desapareció al llegar al borde del abismo.

Se sintió diminuto, una simple mota de polvo en un mundo gigantesco. Trató de penetrar la inmensa profundidad mirando fijamente al cobalto que daba paso al monstruo que engullía goloso la luz que poco antes gobernaba aquel mundo. Echó mano de la linterna antes de ponerse en marcha, convencido de que al menos lograría tener la pared del túnel iluminada y así poder guiarse hacia abajo, siempre abajo. Hoy no importaban los límites, estaba dispuesto a perderse, a ser devorado.

El descenso lo tranquilizó un tanto, frente a él alumbraba un círculo de roca de la que se agarraban algunas algas y corales, de vez en cuando un pez o cualquier otro animal acuático pasaban por delante del haz de luz y saludaba su locura. El profundímetro le iba devolviendo una especie de cuenta atrás hacia el infierno hasta que decidió dejarlo marchar.

Cuando empezó a sentir que la cabeza se enturbiaba y su cuerpo le gritaba que iniciara la vuelta cerró los ojos y se dejó caer en la oscuridad.

Por fin pudo ver la ciudad de cristal. Allá abajo, en el fondo, una luz destacaba emanando de una enorme cúpula de vidrio, alrededor el resplandor conformaba un halo que iba del azulado al verdoso en tonos suaves entremezclándose a veces mientras destellaban reflejos de hilos blancos. Las casas se arracimaban en tonos irisados, con las calles pulidas y llenas de paseantes.

Eran seres translúcidos cuya silueta parecía difuminarse entre tanta superficie transparente, a una decena de metros antes de llegar a la campana cóncava pudo ver que algunos lo habían descubierto, simplemente estaban parados con las cabezas giradas en su dirección y los ojos, entre amarillos y naranjas, destellaban de curiosidad.

Atravesó la mampara sin esfuerzo, en su mente solo pudo imaginar la sensación de penetrar una burbuja, lo que le pareció descabellado, ¿cuántos millones de litros debía soportar todo aquello? Aquél pensamiento apenas duró un instante, pues su cuerpo empezó a caer a plomo sobre el suelo y el temor lo atenazó hasta estrellarse. No era vidrio, era más bien algo esponjoso, una superficie como de… ¿cómo explicarlo? En su cabeza se formó una imagen y decidió que eso era lo más cercano a describirlo, era como el cuerpo blando de una medusa.

Así que rebotó sin más, lentamente, hasta quedar acostado sobre aquel colchón suave. Pronto lo rodearon, humanoides de diversos tamaños, por allí parecían niños, por aquí adultos y más allá ancianos encorvados. Sus rostros se perdían en aquella sensación de parecer seres hechos de agua, transparentes, pero con forma definida.

Lo tocaron con curiosidad primero y con intimidad después. No le importó demasiado, se sentía fascinado y tardó en incorporarse. Al ponerse en pie lo primero que hizo fue deshacerse de tubos y bombonas, gafas y aletas. Como sospechaba allí no lo necesitaría. Aspiró con fuerza y sus pulmones se llenaron de un oxígeno denso pero muy puro, debía tener cuidado para no respirar demasiado, pues su cabeza empezó a darle vueltas.

Muchas manos lo agarraron y se dejó llevar. Las anchas avenidas daban paso a espaciosas plazas, edificios altos quedaban escalonados por lo que debían ser construcciones para la religión o el ocio, con torres y cúpulas del mismo material que parecía vidrio, pero sin serlo, que poblaba toda aquella ciudad. Había vehículos, formas ovoides transparentes que avanzaban flotando, tal vez por algún tipo de corriente, pues no dejaban estelas ni humo.

Al torcer una esquina apareció ante sus ojos una enorme pirámide de cristal. Escalonada, le recordó a aquellas otras de las civilizaciones precolombinas. Aquél era el destino de sus acompañantes, allí lo llevaban. Los miles de escalones no se hicieron pesados, ya su cuerpo parecía ligero y lleno de vitalidad. Sus ojos trataban de absorber todo aquél espectáculo mientras su mente elucubraba itinerarios y rutas para explorar.

La cima de la pirámide era lisa, tan solo destacaba en su centro una especie de altar de forma rectangular. Una cama, le susurró su cerebro. Los seres lo invitaban a acostarse, a descansar.

Meditó un momento, su cuerpo no parecía cansado, su mente estaba bien despierta pero, ¿por qué negarle nada a sus anfitriones? Se sentó en el borde y luego se tumbó. La superficie del lecho pasó del rígido al gelatinoso y pronto su cuerpo comenzó a hundirse. Y lo entendió, allí se transformaría, dejaría atrás su forma de hombre y cambiaría a un estado acuoso.

Cerró los ojos y desapareció.

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