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EL LADRÓN DEL GLOBO
Cuenta la leyenda que en los tiempos en los que aún no surcaban los aviones los cielos, en una región de alta montaña, conocida por la limpieza de su aire, apareció una vez un hombre montado en un globo. No es que fuera metido en una cesta colgando del balón de aire, más bien tenía unas piernas tan largas que podía sentarse sobre el pequeño dirigible como si de un caballo se tratara.
Dicen aquellos que vieron el extraño espectáculo que el jinete se mantenía sin esfuerzo en equilibrio y que con una simple cuerda se sujetaba a tan brioso corcel.
El hombre, nada más ver que era el centro de atención de una pequeña multitud, gritó a pleno pulmón su nombre, si bien algunos entendieron una cosa y unos cuantos otra muy distinta, la leyenda relata que aquél caballero de los cielos se hacía llamar Cilicón, y así es como aún hoy se le recuerda.
Un tanto sorprendido, el nutrido grupo de buenas gentes que fueron testigos de tal evento, descubrieron pronto que Cilicón era sin duda un hombre del aire pues, agarrando con fuerza la rienda de su liviano jamelgo, realizó una serie de piruetas entre las algodonosas nubes, que arrancaron gritos de admiración y por poco provoca el desvanecimiento de la partera del lugar, mujer aguerrida donde las hubiera, que había ayudado a venir al mundo tantos niños como bestias poblaban los cercanos riscos.
Resollando, pero con una enorme sonrisa prendida del rostro, el jinete descendió hasta quedar por encima de las cabezas de su público, se puso de pie sobre el globo e hizo una curiosa reverencia. Fue la misma matrona la primera en articular palabra y con su voz potente y ceño fruncido preguntó a Cilicón sobre la razón que lo había llevado a aquellas tranquilas tierras. El equilibrista abrió los brazos abarcando todo lo que sus ojos podían ver y sólo dijo: “vengo por vuestro aire”. Los convecinos, parloteando henchidos de orgullo, estuvieron de acuerdo en que aquél era el mejor que se podía respirar, y lo invitaron a quedarse con ellos un tiempo para disfrutar de algo tan saludable.
Cilicón, con ojos risueños y pícaro gesto les gritó: “no me habéis entendido, vengo a llevarme vuestro aire”, y dejando a todos con la boca abierta se elevó velozmente por encima de las nubes.
Las buenas gentes quedáronse un tanto preocupadas, pero el paso del tiempo hace que todo empiece a quedar en el olvido, y aunque desde aquél día vieron varias veces más al hombre y su globo merodeando por el cielo, se convencieron de que poco podría hacer aquél loco para quitarles su aire.
Pasó el buen tiempo y llegaron las lluvias, y con ellas las tormentas. Conocidas por los tremendos vendavales con los que azotaban aquellas montañas, los vecinos estaban acostumbrados a estar preparados; atrancaban puertas y ventanas, y trataban de permanecer bajo techo cuando alguna estallaba. Más, en esta ocasión, algo raro sucedía, ni la primera, ni la segunda y ni siquiera la quinta trajeron viento consigo. Las ventanas eran destrabadas y preocupados rostros por ellas asomaban, para contemplar sorprendidos a simples lluvias, truenos y relámpagos, pero repletos de una extraña pesadez y quietud.
La séptima tormenta se aventuró a aparecer cuando los convecinos realizaban una reunión de suma importancia, y no le hicieron el menor caso. Todos se hallaban preocupados por el extraño fenómeno, ¿dónde estaba su viejo amigo el viento?, aquél que removía las plantas, dispersaba las ovejas, desbarataba cercados y golpeaba sus casas. Aquél que limpiaba el valle de cualquier olor o fragancia que ya había pasado de moda, y se llevaba el aire viejo.
En el cónclave muchos alzaron la voz, había preocupación, tristeza y miedo. Mucho se habló y discutió, hasta que todos recordaron. La culpa debía ser de Cilicón, y tenía que devolverles el aire. No había otra explicación.
Pero caballero y corcel no habían sido vistos desde antes de las tormentas. Lo buscaron noche y día, hasta que el buen tiempo hizo de nuevo su aparición y Cilicón seguía sin aparecer. Debería haber sido tiempo de festejar, las lluvias daban paso al sol; pero todos estaban de acuerdo en que algo faltaba, había un extraño peso en el aire. Así fue que el día en que se celebraba la gran fiesta de todos los años amaneció como otro cualquiera, los vecinos estaban decaídos, mustios, y no hacían más que mirar el límpido azul del cielo, cuando, sin previo aviso, un gigantesco globo cubrió con su sombra el valle por entero. Unos cuantos juraron que, a pesar de la altitud en que se hallaba el dirigible, podían ver a un hombre colgando debajo. Convencidos de aquello, muchos trataron de perseguir al grandioso zepelín cuando se perdía entre las montañas, pero fue inútil.
Aquella misma noche se desató un tremendo vendaval como nunca antes se había visto, que hizo volar por los aires árboles y tejados con malicioso placer. Pero las gentes estaban felices y festejaron por todo lo alto el regreso del viento, pues su querido aire estaba de vuelta. Cinco días con sus noches duró el furibundo huracán. Cuando acabó, todo hombre, mujer, niño, niña y bestia, salió de su refugio para llenar sus pulmones del añorado elixir. Risas y chanzas estallaron por doquier.
Cilicón apareció poco después. Sus piernas colgaban a los lados de su globo y volvía a mostrar sus dientes en una gran sonrisa. Como en el primer encuentro, regaló a los presentes con cabriolas en el cielo. Al descender dijo a los allí reunidos: “vuestro aire me ha servido bien, he podido robarle un beso a la luna”. Luego, con una reverencia, ascendió y se perdió en el firmamento, dejando de nuevo con la boca abierta a aquella buena gente.
Nunca más se volvió a ver a tan curioso personaje, si bien a partir de entonces por todo el valle se oteaba el cielo con preocupación antes de la temporada de tormentas.
"El ladrón del globo" |
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