EL CORREO
Saltó por encima de una gruesa viga de plastoacero mientras agarraba con fuerza el rifle láser. A su espalda oía las detonaciones de los disparos que seguro se estaban acercando a su cuerpo. Pero lo que le ponía más nervioso eran las risas. Aquellas carcajadas estridentes que parecían salidas de la garganta de niños demoníacos.
Resbaló y cayó al suelo golpeándose los brazos con fuerza. Perdió el rifle y el casco salió disparado sabía el Emperador dónde. A su espalda las detonaciones cesaron, pero las risas se hicieron más histéricas y se acercaban con rapidez.
Miró desesperado alrededor. ¿Dónde estaba el maldito rifle láser?, no lo veía, entre la cantidad de cascotes y escombros no conseguía distinguirlo. Y aquella estúpida luz blanquecina del extraño sol no le ayudaba nada. Giró la cabeza y vio cómo sus perseguidores le habían ganado demasiado terreno, en un suspiro los tendría encima.
Se levantó y sacó el cuchillo. Afianzó los pies en el suelo, rezando para no volver a escurrirse, y se colocó la cartera oficial a la espalda. Casi al instante los gretchins lo rodearon. Estaba seguro de haber matado a un buen puñado de aquellos seres en todos y cada uno de los “viajes” que había tenido que realizar llevando mensajes desde el Centro de Mando a los pelotones de Coretes. Pero daba la impresión de que seguía habiendo demasiados. Además, siempre que regresaba descubría que los cadáveres habían desaparecido, y no quería ni pensar dónde habrían ido a parar.
Con un coro de gritos se abalanzaron sobre él. Lanzó un tajo rápido al rostro del que le atacaba desde la derecha. Notó algo de resistencia en la hoja, pero no esperó a ver si le había alcanzado, y lanzó una patada a su izquierda, dándole en el pecho a otro de aquellos monstruitos. Pero debía seguir moviéndose. Notó un pinchazo en la espalda y un fuerte tirón en el costado derecho. Giró velozmente enarbolando el cuchillo en un ángulo horizontal, mientras con la mano izquierda trataba de protegerse el pecho y el cuello. Su hoja se hundió en la cabeza de uno de los enemigos con un chasquido, sorprendiendo no sólo al desafortunado pielverde sino a él mismo. Luchó por quedarse con el arma, pero ésta quedó alojada en el pequeño cráneo y la perdió. Seguía notando tirones en el costado, pero continuó moviéndose. Arrolló a un par de los gretchins por pura desesperación, usando el peso de su cuerpo para tratar de aturdirlos y arrebatarles alguna de aquellas pequeñas armas que blandían, pero algo se le agarró a una pierna y cuando bajó la mirada descubrió con horror como una boca llena de dientecitos afilados estaba a punto de morder su carne. Se le ocurrió saltar arriba y abajo mientras golpeaba con ambos puños desesperadamente. Logró que lo soltaran para después notar como otro de aquellos infernales bichos le saltaba a la espalda y le rodeaba el cuello, y un segundo le clavaba lo que le parecía una hoja de fuego en el antebrazo izquierdo.
Empezaron a apretarle la garganta con unas manos que parecían tenazas. Y mientras trataba de morder aquellos brazos que lo asfixiaban agarró la muñeca del que le había clavado lo que, ahora lo veía, parecía un cuchillo largo cubierto de óxido, le hizo agacharse y le pegó un rodillazo que debió romperle todos los huesos de aquella horrible cara. Empezaba a fallarle la visión, pero pudo ver que los gretchins que quedaban comenzaban a dudar sobre si atacarle o no. Eso le animó.
Por fin uno de sus mordiscos acertó en su atacante y con determinación apretó hasta que en su boca se quedó un pedazo de algo que no podía distinguir. Al instante junto a su oreja derecha oyó un grito de rabia y dolor. La presión disminuyó y pudo lanzar un codazo al pequeño demonio que lo aprisionaba. Su golpe fue certero y se vio liberado, giró y mientras la visión volvía a aclarársele pisoteó el rostro del monstruo caído. Escupió con asco lo que tenía en la boca reprimiendo una arcada.
Ahora la desbandada era general, los gretchins corrían en todas direcciones, aunque volvía a oír risas histéricas. A solo un paso descubrió su rifle láser y cuando se agachó a cogerlo volvió a sentir un tirón, como un peso muerto, que se agarraba a su costado. Hasta el momento no cayó en la cuenta que podría ser un enemigo que trataba de clavarle un cuchillo. Le abrasaba la herida del antebrazo, y no quería volver a sentir como el metal atravesaba su carne, así que se revolvió una y otra vez tratando de descubrir qué le agarraba, pero era inútil, notaba algunos golpes pero no conseguía ver nada, así que se serenó y pensó un poco.
¡La cartera oficial!, de ahí provenía el peso de más, se la descolgó trabajosamente y descubrió un pequeño gretchin estrangulado por la correa de la cartera. Suspiró con alivio, y empezó a reírse nerviosamente mientras desembarazaba al enjuto cuerpo de una de las posesiones más importantes que tenía. La Cartera Oficial de Correo Militar era la razón por la que se jugaba la vida al menos tres o cuatro veces al día, pero también era la razón por la que podía salir de las horribles tumbas en que se habían convertido los edificios y trincheras de la Guardia Imperial en aquél jodido planeta.
La cartera estaba bien, seguía llena de manchas, y con los mismos parches, tenía solo una raja nueva, pero por ahí no podrían salirse los documentos así que no habría problema. Oyó un gruñido débil de uno de los pielesverdes caídos, así que volvió a colgarse la cartera, afianzó el rifle e inspeccionó el lugar y a los enemigos caídos. Pudo recuperar el cuchillo, y el casco no estaba lejos del cuerpo verde del que parecían provenir los sonidos. Se acercó.
Aquella cosa tenía la cara totalmente irreconocible, lo que, en su opinión, era un cambio agradable. En una de las manos sostenía un cuchillo de hoja herrumbrosa y larga. Era el que le había atravesado el brazo. Una ira ciega se apoderó de él, pues sabía que muchos de sus compañeros habían caído por culpa de una simple herida infectada de mala manera.
Con un rugido pisoteó el brazo que agarraba el cuchillo hasta que lo soltó, luego se arrodilló cerca y con el casco en la mano empezó a golpear con rabia la cara del gretchin una, dos, tres,… perdió la cuenta.
Se detuvo sólo cuando el casco tropezó con el pavimento. Le rodaban lágrimas por las mejillas y le dolían los maxilares de tanto apretar los dientes. Se había dejado llevar por la rabia, pero se sentía bien, había conseguido liberar la tensión que le había asaltado durante toda la refriega.
Pero las cosas estaban lejos de estar bien, la herida del brazo le dolía, y aunque le había sangrado poco, estaba seguro de que podía infectársele y había visto lo que pasaba con heridas así, si se llegaba a tiempo a manos de un “matasanos” te salvabas con un miembro amputado, siempre y cuando la infección no se hubiera extendido. Si llegabas tarde… bueno, era mejor que te pegaran un tiro en la cabeza.
Se pasó la palma de la mano por la frente, los ojos y el mentón. No, por mucho que corriera dudaba que en los pelotones del Coronel Corotes pudieran salvarle el brazo, y el Centro de Mando estaba ya demasiado lejos. Porque eso es lo que necesitaba, que aquella mierda no le costara el brazo. Tenía que tomar una decisión.
Haría un par de años, casi cuando llegó él al planeta, había sido testigo de una de las escenas más salvajes que recordaba. Un soldado veterano había tratado de salvar la vida a un compañero rociándole las heridas con polvo de magnesio. Casi al instante que el polvo rozaba las heridas se incendiaba y el pobre soldado se retorcía de dolor, mientras el veterano lo sujetaba con fuerza. El infeliz acabó muriendo, pero su curtido compañero juraba y perjuraba diciendo que él se había curado así una herida en el hombro.
Por aquél entonces había dudado mucho de la veracidad de aquello, pero con el tiempo había visto que incluso algunos médicos utilizaban unos saquitos de polvo blanquecino para sellar diversas heridas. Quizás no fuera magnesio, pero él se había hecho con un par de saquitos de esa sustancia y los llevaba siempre encima.
No sabía si soportaría el dolor de una cura así, pero no podía hacer nada más, pues no tenía manera de anestesiarse a sí mismo o a la zona que quería curar. De lo que estaba seguro es de que aquél roñoso cuchillo le había dejado con un dolor lacerante por el antebrazo izquierdo y quería creer que eran imaginaciones suyas el que pareciera que su mano empezaba a entumecérsele.
Si pensaba hacerse una cura lo principal era encontrar un sitio donde estar tranquilo, no podía verse sorprendido por un nuevo ataque. Mientras buscaba un lugar seguro trataba de convencerse de que no habría problemas, ya lo habían herido antes, aunque habían sido disparos limpios o sólo cortes superficiales. En cierto modo había tenido mucha suerte, se dijo acariciándose la oreja izquierda, dónde haría apenas medio año le habían arrancado el lóbulo de un mordisco.
Al poco se topó con un lugar que parecía prometedor. Entre una amalgama de escombros pudo ver que debajo había una especie de bidón grande de metal que no parecía estar aplastado, quizás fuera un tanque para almacenar agua, o eso esperaba, porque si resultaba ser para fuel o gas… Pero era lo que necesitaba, podía ver el hueco que había dejado la tapa al desprenderse y ésta no se encontraba lejos. Con algo de maña podría pasar al hueco interior en medio de los cascotes derribados y si encima podía tapar ese hueco con la tapa… no era perfecto pero entre todo aquél caos de edificios en ruinas y la gran cantidad de escombros, era difícil que lo descubrieran sin una inspección a fondo. Rezaba por llevar razón, porque estaba empezando a ponerse demasiado nervioso sólo de pensar en lo que tenía que hacer.
Con algo de esfuerzo gateó al interior del cilindro metálico arrastrando tras de sí la tapa. Al menos en dos ocasiones el rifle se atascó por la estrecha abertura que dejaban los grandes pedazos de piedra que parecían a punto de aplastar el bidón. Tragó saliva y desechó la insistencia de su mente por hacerle ver que podría ser espachurrado en cualquier momento. Puso la tapa a empujones, maldiciendo continuamente.
Ya en el interior olfateó buscando algún olor de cualquier sustancia inflamable. No notó nada, lo que no le tranquilizó, pero apartó el pensamiento tercamente. La tenue luz del exterior apenas le daba visión suficiente para nada, pero era necesario mantener la tapa en la abertura, así que se resignó. Colocó el rifle y la cartera a un lado, y sacó uno de sus saquitos “para emergencias”. Se obligó a no pensar demasiado y lo rasgó utilizando el cuchillo. Aunque la cantidad fácilmente cabría en una de sus manos ahora se le antojó que había demasiado polvo.
Puso el saquito a un lado y rebuscó en una de sus bolsas colgadas en el cinturón para sacar un encendedor eléctrico. Había sido uno de esos objetos que uno encuentra y se lo guarda rápidamente como un tesoro, aunque él no fumaba, no dudaba de su valor en una guerra como aquella. Lo cierto era que lo había usado muy poco, pero ahora le haría un gran servicio.
La mano izquierda la notaba fría y le temblaba un poco cuando agarró con ella el cuchillo, mientras con la llama del mechero quemaba la hoja. Esperaba que aquello fuera suficiente para esterilizarlo. Cuando notó que el filo empezaba a ponerse rojizo, se arrancó la manga de un tirón y se cambió el cuchillo de mano.
Le asaltó un momento de indecisión. No sería buena idea usar la hoja aún caliente sobre la herida, pues lo que quería era abrirla un poco, no cauterizarla. Tenía poca agua en la cantimplora, pero no le importó usar un tanto para enfriar el acero. El siseo que produjo le hizo pegar un pequeño salto mientras se le erizaba el vello de la nuca.
Cerró los ojos para serenarse. Respiró despacio dos o tres veces y luego entró en acción. Sin pararse a pensar realizó una incisión agrandando la herida. Se sorprendió pues apenas notó dolor. Esperaba que su cuerpo se hubiera acostumbrado a que el brazo le doliera, y que no fuera porque estaba empezando a perder dicho miembro. Casi como si su cerebro quisiera jugar con él una oleada de dolor lo golpeó partiendo del antebrazo hasta llegar al hombro. Se mordió el puño derecho con fuerza ahogando un grito.
Se le aceleró el ritmo cardíaco y la herida empezó a sangrar mucho más. Mierda. Lo roció todo con la poca agua que aún quedaba para poder ver bien lo siguiente que iba a hacer. Sin pestañear agarró el saquito y espolvoreó todo el contenido sobre la incisión. Al instante hubo como un fogonazo y su mundo se convirtió en un océano de dolor insoportable. Su cuerpo reaccionó con espasmos, entre tanto sufrimiento notó como golpeaba el bidón con pies, manos y cabeza repetidamente. Luego se desmayó.
Despertó sobresaltado. No sabía ni donde estaba ni cómo había llegado allí. Pero le dolía todo. A su alrededor sólo había sombras, sólo descubrió un pequeño resquicio de luz junto a sus pies, y era una luminosidad sucia, o eso le parecía. Su mente se negaba a ordenar sus pensamientos, y el dolor… eran como martillazos pausados, que llegaban de diferentes sitios de su anatomía. La peor sensación provenía de algún punto a la izquierda. Tardó un rato en localizar el sitio exacto. El antebrazo. Y entonces todo se aclaró en su cabeza.
¡Estaba vivo! Durante lo que a él le pareció una horrible eternidad, justo tras derramar el polvo sobre la herida, había estado seguro de que moriría, no podía vivir con aquél tremendo dolor, o eso pensaba. Pero parecía que todo había pasado, aunque temía moverse. La cabeza también le asaeteaba con descargas de dolor, así como el codo derecho y… la boca. Podía intuir el sabor metálico de la sangre entre las encías, de hecho… se palpó los dientes y la lengua con la mano. Sí, de hecho parecía que se había arrancado de un mordisco parte de la lengua. Y en la cabeza… palpando poco a poco llegó hasta más arriba de la nuca, tenía un feo chichón con forma de huevo. Su codo estaba bien, o no percibió fracturas, pero sí que debía tenerlo hinchado.
Por último se inspeccionó la herida del antebrazo. Consiguió localizar el mechero de nuevo, que había volado cerca del casco, a sus pies, y alumbró con la pequeña llama. Se quedó helado, la herida… había desaparecido, en su lugar había un agujero negruzco y alargado. Retiró la vista de aquello y la posó en su mano. Estaba amoratada y no la notaba, pero trató de mover los dedos. Durante un terrible minuto no hubo resultados, pero luego creyó ver que el pulgar se había movido, poco pero… Necesitaba sentirse esperanzado, o al menos satisfecho de haber tomado aquella decisión. Sombríos pensamientos trataban ya de derribar los muros de su mente.
Maldita guerra. Aquel planeta sólo servía para una cosa. Energía. Parecía saturado de ella, por eso el Imperio de la Humanidad lo había colonizado. Regularmente estallaban enormes tormentas electro-magnéticas que dejaban sin posibilidad de utilizar máquinas, herramientas o cualquier dispositivo que necesitara energía para funcionar. Pero, por el contrario, aquello también hacia que cualquier cosa se recargara. Y la posibilidad de almacenar esa enorme cantidad de energía regular era demasiado atractiva para el Imperio. Pero había un pequeño problema que lo cambiaba todo. El sol de aquél sistema era una “enana blanca”, una estrella que estaba a medio camino de desaparecer, y que desestabilizaba a todos los planetas de alrededor. Cierto que podían pasar aún miles o incluso cientos de miles de años para que sucediera el colapso y aquel cuerpo celeste se convirtiera en demasiado peligroso para mantenerse cerca, pero para el Imperio significaba que había que aprovechar el tiempo todo lo posible.
Tarde o temprano la intensa actividad de naves imperiales en aquél planeta “energético” atraería la atención de invitados no deseados. Hacía casi siete años que los Orkos habían llegado entre gritos de guerra y odio. No pasó mucho tiempo hasta que las ciudades y poblaciones de colonos y trabajadores fueron arrasadas, y sustituidas por estructuras y ejércitos de la gloriosa Guardia Imperial, que debía impedir que los cargamentos de energía dejaran de circular hacia el Imperio, convirtiendo aquél planeta en uno de los numerosos campos de eterna guerra que poblaban el universo.
Cuando él desembarcó con su pelotón descubrió que había ido a parar a un destino funesto. El magnetismo había desembocado en que durante largos períodos no pudiera utilizarse ni el más atrasado rifle láser, y que las desfasadas armas de pólvora lo sustituyeran. Pero había demasiado pocas armas de ese tipo para un ejército tan grande de efectivos, por lo que lo más fiable eran las armas de cuerpo a cuerpo. Pero eso, contra una raza acostumbrada a la violencia era como enarbolar palillos de madera sintética. Así que las bajas en el bando imperial siempre eran enormes. Pero el Administrorum debía pensar que valía la pena cada pérdida.
Gracias a su agilidad había pasado a formar parte de los correos militares de uno de los frentes de defensa. Debía llevar documentos y mensajes escritos en papel de un lado a otro. Eso al principio no había estado mal, pues sólo trabajaba durante las tormentas electro-magnéticas, momento en que normalmente sólo debía enfrentarse a arcaicas armas de pólvora, y los pielesverdes habían demostrado tener poca puntería. Pero con el tiempo las cosas habían cambiado mucho, los repetidores y antenas situados entre las zonas de guerra habían sido destruidos, así que trabajaba ya en cualquier momento. Y aunque los orkos hacía tiempo que se habían reorganizado sólo en los puntos de ataque y defensa estratégicos, toda la chusma de uno y otro bando se había reunido en las zonas “muertas”, es decir, en las zonas justo por las que cruzaban los correos. Y su vida había corrido peligro muchas más veces de las que ya podía recordar. Pero siempre sobrevivía. Había llegado a pensar que se conocía todo aquella zona que le habían asignado tan bien que difícilmente podrían atraparlo.
Se había equivocado. Suspiró. Pensar le había ayudado a despejar la mente y recordar su trabajo le había hecho despertar aquella tensión por tratar de llevar los mensajes lo antes posible. La vida de miles de sus compañeros estaba en sus manos. Empezó a reunir su equipo poco a poco, no estaba seguro de la hora, pero la luz blanquecina del sol parecía demasiado atenuada, así que la noche estaba ya cerca. No quería una caminata en semioscuridad, sobretodo tan débil como estaba, pero debía llevar los documentos a destino…
De pronto un ruido lo inmovilizó. Captó movimiento, parecía un grupo de algo. Tragó saliva, se le había olvidado limpiar su rastro de sangre. Algo tapó la luz que entraba desde el interior. Aparecieron dos puntitos rojos y entonces empezó a sonar una risita que pronto fue coreada por unas cuantas más. Saltó hacia el rifle láser mientras con un estruendo la tapa del bidón volaba por los aires.
Se olvidó de la cartera y empezó a gritar obscenidades cuando vio cómo se le acercaba un grupo de gretchins. El Emperador me proteja, pensó.
FIN
Saltó por encima de una gruesa viga de plastoacero mientras agarraba con fuerza el rifle láser. A su espalda oía las detonaciones de los disparos que seguro se estaban acercando a su cuerpo. Pero lo que le ponía más nervioso eran las risas. Aquellas carcajadas estridentes que parecían salidas de la garganta de niños demoníacos.
Resbaló y cayó al suelo golpeándose los brazos con fuerza. Perdió el rifle y el casco salió disparado sabía el Emperador dónde. A su espalda las detonaciones cesaron, pero las risas se hicieron más histéricas y se acercaban con rapidez.
Miró desesperado alrededor. ¿Dónde estaba el maldito rifle láser?, no lo veía, entre la cantidad de cascotes y escombros no conseguía distinguirlo. Y aquella estúpida luz blanquecina del extraño sol no le ayudaba nada. Giró la cabeza y vio cómo sus perseguidores le habían ganado demasiado terreno, en un suspiro los tendría encima.
Se levantó y sacó el cuchillo. Afianzó los pies en el suelo, rezando para no volver a escurrirse, y se colocó la cartera oficial a la espalda. Casi al instante los gretchins lo rodearon. Estaba seguro de haber matado a un buen puñado de aquellos seres en todos y cada uno de los “viajes” que había tenido que realizar llevando mensajes desde el Centro de Mando a los pelotones de Coretes. Pero daba la impresión de que seguía habiendo demasiados. Además, siempre que regresaba descubría que los cadáveres habían desaparecido, y no quería ni pensar dónde habrían ido a parar.
Con un coro de gritos se abalanzaron sobre él. Lanzó un tajo rápido al rostro del que le atacaba desde la derecha. Notó algo de resistencia en la hoja, pero no esperó a ver si le había alcanzado, y lanzó una patada a su izquierda, dándole en el pecho a otro de aquellos monstruitos. Pero debía seguir moviéndose. Notó un pinchazo en la espalda y un fuerte tirón en el costado derecho. Giró velozmente enarbolando el cuchillo en un ángulo horizontal, mientras con la mano izquierda trataba de protegerse el pecho y el cuello. Su hoja se hundió en la cabeza de uno de los enemigos con un chasquido, sorprendiendo no sólo al desafortunado pielverde sino a él mismo. Luchó por quedarse con el arma, pero ésta quedó alojada en el pequeño cráneo y la perdió. Seguía notando tirones en el costado, pero continuó moviéndose. Arrolló a un par de los gretchins por pura desesperación, usando el peso de su cuerpo para tratar de aturdirlos y arrebatarles alguna de aquellas pequeñas armas que blandían, pero algo se le agarró a una pierna y cuando bajó la mirada descubrió con horror como una boca llena de dientecitos afilados estaba a punto de morder su carne. Se le ocurrió saltar arriba y abajo mientras golpeaba con ambos puños desesperadamente. Logró que lo soltaran para después notar como otro de aquellos infernales bichos le saltaba a la espalda y le rodeaba el cuello, y un segundo le clavaba lo que le parecía una hoja de fuego en el antebrazo izquierdo.
Empezaron a apretarle la garganta con unas manos que parecían tenazas. Y mientras trataba de morder aquellos brazos que lo asfixiaban agarró la muñeca del que le había clavado lo que, ahora lo veía, parecía un cuchillo largo cubierto de óxido, le hizo agacharse y le pegó un rodillazo que debió romperle todos los huesos de aquella horrible cara. Empezaba a fallarle la visión, pero pudo ver que los gretchins que quedaban comenzaban a dudar sobre si atacarle o no. Eso le animó.
Por fin uno de sus mordiscos acertó en su atacante y con determinación apretó hasta que en su boca se quedó un pedazo de algo que no podía distinguir. Al instante junto a su oreja derecha oyó un grito de rabia y dolor. La presión disminuyó y pudo lanzar un codazo al pequeño demonio que lo aprisionaba. Su golpe fue certero y se vio liberado, giró y mientras la visión volvía a aclarársele pisoteó el rostro del monstruo caído. Escupió con asco lo que tenía en la boca reprimiendo una arcada.
Ahora la desbandada era general, los gretchins corrían en todas direcciones, aunque volvía a oír risas histéricas. A solo un paso descubrió su rifle láser y cuando se agachó a cogerlo volvió a sentir un tirón, como un peso muerto, que se agarraba a su costado. Hasta el momento no cayó en la cuenta que podría ser un enemigo que trataba de clavarle un cuchillo. Le abrasaba la herida del antebrazo, y no quería volver a sentir como el metal atravesaba su carne, así que se revolvió una y otra vez tratando de descubrir qué le agarraba, pero era inútil, notaba algunos golpes pero no conseguía ver nada, así que se serenó y pensó un poco.
¡La cartera oficial!, de ahí provenía el peso de más, se la descolgó trabajosamente y descubrió un pequeño gretchin estrangulado por la correa de la cartera. Suspiró con alivio, y empezó a reírse nerviosamente mientras desembarazaba al enjuto cuerpo de una de las posesiones más importantes que tenía. La Cartera Oficial de Correo Militar era la razón por la que se jugaba la vida al menos tres o cuatro veces al día, pero también era la razón por la que podía salir de las horribles tumbas en que se habían convertido los edificios y trincheras de la Guardia Imperial en aquél jodido planeta.
La cartera estaba bien, seguía llena de manchas, y con los mismos parches, tenía solo una raja nueva, pero por ahí no podrían salirse los documentos así que no habría problema. Oyó un gruñido débil de uno de los pielesverdes caídos, así que volvió a colgarse la cartera, afianzó el rifle e inspeccionó el lugar y a los enemigos caídos. Pudo recuperar el cuchillo, y el casco no estaba lejos del cuerpo verde del que parecían provenir los sonidos. Se acercó.
Aquella cosa tenía la cara totalmente irreconocible, lo que, en su opinión, era un cambio agradable. En una de las manos sostenía un cuchillo de hoja herrumbrosa y larga. Era el que le había atravesado el brazo. Una ira ciega se apoderó de él, pues sabía que muchos de sus compañeros habían caído por culpa de una simple herida infectada de mala manera.
Con un rugido pisoteó el brazo que agarraba el cuchillo hasta que lo soltó, luego se arrodilló cerca y con el casco en la mano empezó a golpear con rabia la cara del gretchin una, dos, tres,… perdió la cuenta.
Se detuvo sólo cuando el casco tropezó con el pavimento. Le rodaban lágrimas por las mejillas y le dolían los maxilares de tanto apretar los dientes. Se había dejado llevar por la rabia, pero se sentía bien, había conseguido liberar la tensión que le había asaltado durante toda la refriega.
Pero las cosas estaban lejos de estar bien, la herida del brazo le dolía, y aunque le había sangrado poco, estaba seguro de que podía infectársele y había visto lo que pasaba con heridas así, si se llegaba a tiempo a manos de un “matasanos” te salvabas con un miembro amputado, siempre y cuando la infección no se hubiera extendido. Si llegabas tarde… bueno, era mejor que te pegaran un tiro en la cabeza.
Se pasó la palma de la mano por la frente, los ojos y el mentón. No, por mucho que corriera dudaba que en los pelotones del Coronel Corotes pudieran salvarle el brazo, y el Centro de Mando estaba ya demasiado lejos. Porque eso es lo que necesitaba, que aquella mierda no le costara el brazo. Tenía que tomar una decisión.
Haría un par de años, casi cuando llegó él al planeta, había sido testigo de una de las escenas más salvajes que recordaba. Un soldado veterano había tratado de salvar la vida a un compañero rociándole las heridas con polvo de magnesio. Casi al instante que el polvo rozaba las heridas se incendiaba y el pobre soldado se retorcía de dolor, mientras el veterano lo sujetaba con fuerza. El infeliz acabó muriendo, pero su curtido compañero juraba y perjuraba diciendo que él se había curado así una herida en el hombro.
Por aquél entonces había dudado mucho de la veracidad de aquello, pero con el tiempo había visto que incluso algunos médicos utilizaban unos saquitos de polvo blanquecino para sellar diversas heridas. Quizás no fuera magnesio, pero él se había hecho con un par de saquitos de esa sustancia y los llevaba siempre encima.
No sabía si soportaría el dolor de una cura así, pero no podía hacer nada más, pues no tenía manera de anestesiarse a sí mismo o a la zona que quería curar. De lo que estaba seguro es de que aquél roñoso cuchillo le había dejado con un dolor lacerante por el antebrazo izquierdo y quería creer que eran imaginaciones suyas el que pareciera que su mano empezaba a entumecérsele.
Si pensaba hacerse una cura lo principal era encontrar un sitio donde estar tranquilo, no podía verse sorprendido por un nuevo ataque. Mientras buscaba un lugar seguro trataba de convencerse de que no habría problemas, ya lo habían herido antes, aunque habían sido disparos limpios o sólo cortes superficiales. En cierto modo había tenido mucha suerte, se dijo acariciándose la oreja izquierda, dónde haría apenas medio año le habían arrancado el lóbulo de un mordisco.
Al poco se topó con un lugar que parecía prometedor. Entre una amalgama de escombros pudo ver que debajo había una especie de bidón grande de metal que no parecía estar aplastado, quizás fuera un tanque para almacenar agua, o eso esperaba, porque si resultaba ser para fuel o gas… Pero era lo que necesitaba, podía ver el hueco que había dejado la tapa al desprenderse y ésta no se encontraba lejos. Con algo de maña podría pasar al hueco interior en medio de los cascotes derribados y si encima podía tapar ese hueco con la tapa… no era perfecto pero entre todo aquél caos de edificios en ruinas y la gran cantidad de escombros, era difícil que lo descubrieran sin una inspección a fondo. Rezaba por llevar razón, porque estaba empezando a ponerse demasiado nervioso sólo de pensar en lo que tenía que hacer.
Con algo de esfuerzo gateó al interior del cilindro metálico arrastrando tras de sí la tapa. Al menos en dos ocasiones el rifle se atascó por la estrecha abertura que dejaban los grandes pedazos de piedra que parecían a punto de aplastar el bidón. Tragó saliva y desechó la insistencia de su mente por hacerle ver que podría ser espachurrado en cualquier momento. Puso la tapa a empujones, maldiciendo continuamente.
Ya en el interior olfateó buscando algún olor de cualquier sustancia inflamable. No notó nada, lo que no le tranquilizó, pero apartó el pensamiento tercamente. La tenue luz del exterior apenas le daba visión suficiente para nada, pero era necesario mantener la tapa en la abertura, así que se resignó. Colocó el rifle y la cartera a un lado, y sacó uno de sus saquitos “para emergencias”. Se obligó a no pensar demasiado y lo rasgó utilizando el cuchillo. Aunque la cantidad fácilmente cabría en una de sus manos ahora se le antojó que había demasiado polvo.
Puso el saquito a un lado y rebuscó en una de sus bolsas colgadas en el cinturón para sacar un encendedor eléctrico. Había sido uno de esos objetos que uno encuentra y se lo guarda rápidamente como un tesoro, aunque él no fumaba, no dudaba de su valor en una guerra como aquella. Lo cierto era que lo había usado muy poco, pero ahora le haría un gran servicio.
La mano izquierda la notaba fría y le temblaba un poco cuando agarró con ella el cuchillo, mientras con la llama del mechero quemaba la hoja. Esperaba que aquello fuera suficiente para esterilizarlo. Cuando notó que el filo empezaba a ponerse rojizo, se arrancó la manga de un tirón y se cambió el cuchillo de mano.
Le asaltó un momento de indecisión. No sería buena idea usar la hoja aún caliente sobre la herida, pues lo que quería era abrirla un poco, no cauterizarla. Tenía poca agua en la cantimplora, pero no le importó usar un tanto para enfriar el acero. El siseo que produjo le hizo pegar un pequeño salto mientras se le erizaba el vello de la nuca.
Cerró los ojos para serenarse. Respiró despacio dos o tres veces y luego entró en acción. Sin pararse a pensar realizó una incisión agrandando la herida. Se sorprendió pues apenas notó dolor. Esperaba que su cuerpo se hubiera acostumbrado a que el brazo le doliera, y que no fuera porque estaba empezando a perder dicho miembro. Casi como si su cerebro quisiera jugar con él una oleada de dolor lo golpeó partiendo del antebrazo hasta llegar al hombro. Se mordió el puño derecho con fuerza ahogando un grito.
Se le aceleró el ritmo cardíaco y la herida empezó a sangrar mucho más. Mierda. Lo roció todo con la poca agua que aún quedaba para poder ver bien lo siguiente que iba a hacer. Sin pestañear agarró el saquito y espolvoreó todo el contenido sobre la incisión. Al instante hubo como un fogonazo y su mundo se convirtió en un océano de dolor insoportable. Su cuerpo reaccionó con espasmos, entre tanto sufrimiento notó como golpeaba el bidón con pies, manos y cabeza repetidamente. Luego se desmayó.
Despertó sobresaltado. No sabía ni donde estaba ni cómo había llegado allí. Pero le dolía todo. A su alrededor sólo había sombras, sólo descubrió un pequeño resquicio de luz junto a sus pies, y era una luminosidad sucia, o eso le parecía. Su mente se negaba a ordenar sus pensamientos, y el dolor… eran como martillazos pausados, que llegaban de diferentes sitios de su anatomía. La peor sensación provenía de algún punto a la izquierda. Tardó un rato en localizar el sitio exacto. El antebrazo. Y entonces todo se aclaró en su cabeza.
¡Estaba vivo! Durante lo que a él le pareció una horrible eternidad, justo tras derramar el polvo sobre la herida, había estado seguro de que moriría, no podía vivir con aquél tremendo dolor, o eso pensaba. Pero parecía que todo había pasado, aunque temía moverse. La cabeza también le asaeteaba con descargas de dolor, así como el codo derecho y… la boca. Podía intuir el sabor metálico de la sangre entre las encías, de hecho… se palpó los dientes y la lengua con la mano. Sí, de hecho parecía que se había arrancado de un mordisco parte de la lengua. Y en la cabeza… palpando poco a poco llegó hasta más arriba de la nuca, tenía un feo chichón con forma de huevo. Su codo estaba bien, o no percibió fracturas, pero sí que debía tenerlo hinchado.
Por último se inspeccionó la herida del antebrazo. Consiguió localizar el mechero de nuevo, que había volado cerca del casco, a sus pies, y alumbró con la pequeña llama. Se quedó helado, la herida… había desaparecido, en su lugar había un agujero negruzco y alargado. Retiró la vista de aquello y la posó en su mano. Estaba amoratada y no la notaba, pero trató de mover los dedos. Durante un terrible minuto no hubo resultados, pero luego creyó ver que el pulgar se había movido, poco pero… Necesitaba sentirse esperanzado, o al menos satisfecho de haber tomado aquella decisión. Sombríos pensamientos trataban ya de derribar los muros de su mente.
Maldita guerra. Aquel planeta sólo servía para una cosa. Energía. Parecía saturado de ella, por eso el Imperio de la Humanidad lo había colonizado. Regularmente estallaban enormes tormentas electro-magnéticas que dejaban sin posibilidad de utilizar máquinas, herramientas o cualquier dispositivo que necesitara energía para funcionar. Pero, por el contrario, aquello también hacia que cualquier cosa se recargara. Y la posibilidad de almacenar esa enorme cantidad de energía regular era demasiado atractiva para el Imperio. Pero había un pequeño problema que lo cambiaba todo. El sol de aquél sistema era una “enana blanca”, una estrella que estaba a medio camino de desaparecer, y que desestabilizaba a todos los planetas de alrededor. Cierto que podían pasar aún miles o incluso cientos de miles de años para que sucediera el colapso y aquel cuerpo celeste se convirtiera en demasiado peligroso para mantenerse cerca, pero para el Imperio significaba que había que aprovechar el tiempo todo lo posible.
Tarde o temprano la intensa actividad de naves imperiales en aquél planeta “energético” atraería la atención de invitados no deseados. Hacía casi siete años que los Orkos habían llegado entre gritos de guerra y odio. No pasó mucho tiempo hasta que las ciudades y poblaciones de colonos y trabajadores fueron arrasadas, y sustituidas por estructuras y ejércitos de la gloriosa Guardia Imperial, que debía impedir que los cargamentos de energía dejaran de circular hacia el Imperio, convirtiendo aquél planeta en uno de los numerosos campos de eterna guerra que poblaban el universo.
Cuando él desembarcó con su pelotón descubrió que había ido a parar a un destino funesto. El magnetismo había desembocado en que durante largos períodos no pudiera utilizarse ni el más atrasado rifle láser, y que las desfasadas armas de pólvora lo sustituyeran. Pero había demasiado pocas armas de ese tipo para un ejército tan grande de efectivos, por lo que lo más fiable eran las armas de cuerpo a cuerpo. Pero eso, contra una raza acostumbrada a la violencia era como enarbolar palillos de madera sintética. Así que las bajas en el bando imperial siempre eran enormes. Pero el Administrorum debía pensar que valía la pena cada pérdida.
Gracias a su agilidad había pasado a formar parte de los correos militares de uno de los frentes de defensa. Debía llevar documentos y mensajes escritos en papel de un lado a otro. Eso al principio no había estado mal, pues sólo trabajaba durante las tormentas electro-magnéticas, momento en que normalmente sólo debía enfrentarse a arcaicas armas de pólvora, y los pielesverdes habían demostrado tener poca puntería. Pero con el tiempo las cosas habían cambiado mucho, los repetidores y antenas situados entre las zonas de guerra habían sido destruidos, así que trabajaba ya en cualquier momento. Y aunque los orkos hacía tiempo que se habían reorganizado sólo en los puntos de ataque y defensa estratégicos, toda la chusma de uno y otro bando se había reunido en las zonas “muertas”, es decir, en las zonas justo por las que cruzaban los correos. Y su vida había corrido peligro muchas más veces de las que ya podía recordar. Pero siempre sobrevivía. Había llegado a pensar que se conocía todo aquella zona que le habían asignado tan bien que difícilmente podrían atraparlo.
Se había equivocado. Suspiró. Pensar le había ayudado a despejar la mente y recordar su trabajo le había hecho despertar aquella tensión por tratar de llevar los mensajes lo antes posible. La vida de miles de sus compañeros estaba en sus manos. Empezó a reunir su equipo poco a poco, no estaba seguro de la hora, pero la luz blanquecina del sol parecía demasiado atenuada, así que la noche estaba ya cerca. No quería una caminata en semioscuridad, sobretodo tan débil como estaba, pero debía llevar los documentos a destino…
De pronto un ruido lo inmovilizó. Captó movimiento, parecía un grupo de algo. Tragó saliva, se le había olvidado limpiar su rastro de sangre. Algo tapó la luz que entraba desde el interior. Aparecieron dos puntitos rojos y entonces empezó a sonar una risita que pronto fue coreada por unas cuantas más. Saltó hacia el rifle láser mientras con un estruendo la tapa del bidón volaba por los aires.
Se olvidó de la cartera y empezó a gritar obscenidades cuando vio cómo se le acercaba un grupo de gretchins. El Emperador me proteja, pensó.
FIN
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