martes, 10 de mayo de 2016

La casa de tejas rojas (Relato corto)

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LA CASA DE TEJAS ROJAS

Algo llegó aquella noche a la casa de las tejas rojas, algo que no esperaba, algo que la cambiaría para siempre.

Perdida entre callejuelas, la casa de las tejas rojas es una de esas cajas de sorpresas que se pueden encontrar en cualquier urbe de cierto tamaño. Entre sus inquilinas lo más importante es seguir viviendo día a día, sin importar lo que puedan sentir o puedan desear.

Para la casera, Madame Bessie, lo que da sentido a todo lo que sucede de puertas para adentro son los anhelos de los que la visitan, lo demás no importa. No importa que ella misma perdiera gran parte de su juventud entre las paredes de otra casa similar, no importa que a veces, algunas noches, tenga que soportar la visión del color morado o las líneas rojas sobre la piel de sus protegidas.

No importa lo que desea Liba, una morena de piel pálida, cabello muy largo y piernas flexibles que se ha ganado una de las habitaciones más cómodas, con su propio baño. En su casa piensan que estudia en una de esas grandes universidades europeas que no dan respiro a quien quiere sobresalir. En su interior solo desea reunir la mayor cantidad de dinero posible para poder construir una vida nueva, un futuro en cualquier lado, pero donde a nadie le importe que su cara sea de un atractivo tal que hasta dedos de la misma sangre hayan manoseado. A los catorce desapareció de casa, su primer chulo la hizo despertar al dolor y la frustración, hasta que el vidrio roto de una botella le dio la fuerza para alejarse de él; pero su libertad había desaparecido desde que se dejó hacer sobre un colchón sucio entre los escombros de un molino derruido. Llegó a la casa de tejas rojas con cuatro años de doloroso deambular a sus espaldas, pero aquel rostro suyo y aquella piel suya la habían alzado a favorita sin apenas esfuerzo. No se enorgullecía de ello. No podía.

Al otro lado de la pared de Liba, ha olvidado sus deseos Therine. De cabello castaño, su piel no es especial, su rostro es vulgar, pero sus artes entre las sabanas hacen suspirar a buena parte de los potentados de la ciudad. Le ha costado muchos años llegar a donde está, y bien sabe que no hay vuelta atrás, que todo aquello que hubiera podido desear murió en cuanto cruzó el umbral de aquella casa de tejas rojas. Dentro de un par de años la atacarán las arrugas, lo sabe. Entonces todo cambiará para ella, tendrá que sortear la edad de algún modo, si no... no sabe qué hará con su vida. No conoce otra cosa que aquello que la mantiene pegada al colchón cada noche acompañada por cualquiera. Diez, doce años quizá, tenía cuando la dejaron al cuidado de la “jefa”, ha sido la única que ha visto la casa de las tejas rojas desde que no era más que una casucha con un par de habitaciones y un baño compartido con vecinos de ojos belicosos. Tiene sus ahorros cogiendo moho en un rincón oscuro, no sabe qué hacer con aquello, pero los guarda con celo pues es lo único que le da razón para seguir aquí, en esta vida. Una excusa a la que es incapaz de encontrarle sentido, por eso no lo piensa.

Coral llegó sabiendo lo que quería. Se considera una rebelde y conoce bien lo que le da poder sobre los hombres. Es tal vez la única de toda la casa que se permite jactarse de vivir cómo quiere, aunque sus cadenas siguen siendo las mismas que las de las demás. Para su futuro solo desea enamorar a uno de aquellos apestosos ricos que babean sobre su cadera mientras le sueltan guarradas, pero no puede ser uno cualquiera. No, tiene que ser alguien lo suficientemente poderoso como para que ella pueda hacer y deshacer a su antojo sobre la mayor cantidad de personas posible. Su cabellera de fuego y sus largas pestañas siguen sondeando en busca de objetivos, mientras sus carcajadas tratan de ahogar el número de veces que amanece destrozada.

Bajo aquél último piso en el que el trío de favoritas puede aún decidir tener una noche de respiro, en el primero y el segundo un número incierto de inquilinas aparecen y desaparecen ahogadas por el cansancio o derrotadas por la vida. Aquella noche tienen habitación Sarelle, Brine, N'Doa y la pequeña Sídil.

Las gemelas tienen su público a parte, Brine y Sarelle poseen esa rara habilidad de caer bien sin hacer nada, sin decir nada. Para los hombres son dos paraguas donde soltar el chaparrón de sus miserias, dos espectadoras a las que no parece importar que las empapen de pena y frustración. De madrugada, cuando el descanso llega por fin, las gemelas se apretujan la una contra la otra y las máscaras caen, sus lágrimas anegan el cuarto incluso cuando parecen dormidas. N'Doa, una mujer de piel tan oscura que bien podría escabullirse en las sombras, cultiva un carácter salvaje y exótico, es tal vez la única que se ha permitido alguna vez hacer sangrar al que trae dolor a su lecho; a cambio apenas puede dejarse ver en la calle, su piel la hace diferente. Sídil, la pequeña Sídil, de estatura compacta y cuerpo atlético decidió hace mucho tiempo dejar que su pelo no creciera demasiado, sin orden ni concierto ella misma se afana con las tijeras sin importar el resultado; odia su femineidad, aunque sea lo único que la mantiene despierta.

El resto de dormitorios se deberían ir ocupando conforme vayan llegando nuevos sedientos. Pero esta noche... esta noche algo llega a la puerta de la casa de las tejas rojas. Ha llegado la guerra.

No hay bombas, no hay muertes, aún no. Tan solo un río constante de gente huyendo. La ciudad se inunda de una marea doliente, rostros de miedo y pena, cuerpos de piel y hueso. Habrá más noches como aquella, pero en esta primera la casera se pierde entre sentimientos que la asaltan y deja la puerta abierta.

Los visitantes habituales marchan asustados a casa, no es día para perderse por un puñado de dinero y la pasión del bajo vientre. Entre las inquilinas hay cierto revuelo, esto no es lo que toca, esto les viene grande. No a todas, afortunadamente.

Coral toma las riendas, pues la pobre señora Bessie se ahoga en lágrimas cuando un buen número de chiquillos destaca de entre todos los que en su casa se guarecen. Se le da bien ordenar, es lo suyo, se arremanga y su voz no concibe réplica, bajo su bastón de mando la casa de las tejas rojas parece cuadruplicar su espacio, cada pequeño rincón es bien aprovechado. Aquella primera noche es su victoria.

Es increíble, cuánta gente puede caber aquí. Con la mirada busca a Madame Bessie, la mujer está en un rincón, con el pelo alborotado y expresión compungida. Eso le choca, nunca la ha visto así, al contrario, siempre se ve tan dueña de sí, toda una señora en la que reflejarse, ahora sin embargo... Menudo desastre, y toda esta gente aquí, de cualquier manera. Bueno, habrá que hacer algo, busca ahora a Therine, es la más veterana, tal vez... no, ahí está, parece algo perdida mirando a todas partes y a ninguna. De acuerdo, una sonrisa de suficiencia se deja ver en su cara, es cosa suya entonces. Se arremanga con energía y se ata con un lazo una coleta bien apretada.

Necesitaría... sí, eso servirá. Escoge a un puñado de hombres de aspecto famélico pero mirada aún no derrotada. Algunas de las chicas también se animan a unirse al grupo. Con gesto tranquilo pero sin admitir réplica, pone a todos en movimiento, hay que hacer sitio. Mover los muebles del saloncito rosa hasta apretarse en las paredes; las ampulosas cortinas no hacen más que estorbar, tal vez sean buenas como sábanas, la estancia está helada. El frío, sí, otro problema, el fuego debe permanecer vivo. ¿Le importará a Madame Bessie que la madera almacenada en el sótano mengüe con rapidez? Aquél fuego parece de adorno, debería ser el doble... no, el triple de intenso, sí, necesita hablar con Madame Bessie. En las habitaciones, amplias y limpias, caben varias familias a la vez; habría que vaciarlas de los barrocos mueblecitos, tocadores, mesitas y cómodas que podrían ir todos a la pira ¿Y los biombos? Ah, quizá puedan transformarse en paredes para trastocar en hogar el saloncito. Los baños están descontrolados, demasiada gente, debe encargarse a alguien para llevar cierto orden.

Al amanecer está todo listo, se ha dado paso a una buena cantidad de espacio, casi todo el mundo está acomodado en alguna parte. Y con orden y cuidado el calor y el agua no serán problema. ¿Qué ocurre ahora? ¿Y toda esta gente nueva? No, no, ya no hay sitio.

El día siguiente es el del desengaño, la riada no se detiene, las puertas de la casa deben cerrarse, el espacio nunca será suficiente. Los desesperados utilizan la fuerza, Coral no es belicosa, pierde su autoridad en manos de una desafiante N´Doa. Tal vez recuerda cadenas ajenas, pero su ejemplo inflama a sus compañeras. Las mujeres de la casa logran contener la violencia y la casa de las tejas rojas respira con cierto alivio. La inquilina de piel negra pierde un ojo por el camino.

¡Malditos bastardos! N'Doa es asaltada por el asombro, les está bien empleado, por hacer de samaritanas. El saloncito es un caos, estallan peleas por el espacio y aquello la enerva. ¡Desagradecidos, panda de energúmenos! Con su melena desgreñada y varios desgarrones en su vestido de seda púrpura no duda ni un instante en meterse por medio de cada pelea que le queda cerca. Un guantazo por aquí, un mordisco por allá. Un tipo grande y con aspecto repugnante la agarra del pelo y la lanza por los aires. Se golpea una pierna con una de las columnitas de adorno, aquella estúpida cosa que no debería estar allí. Se levanta despacio y se dirige decidida a la cocina, empuña el primer cuchillo que encuentra, de buen tamaño. De vuelta al saloncito el tipo está estrangulando a un hombre de aspecto derrotado. Sin pensarlo le clava el cuchillo hasta la empuñadura en uno de los costados, el rojo le tiñe el corpiño, le pinta la cara de color vivo; el tipejo se gira con ojos desorbitados, esquiva su puñetazo y vuelve a clavarle el cuchillo, ahora en el hombro. A su alrededor se hace el silencio, el hombre se derrumba y ella lanza miradas retadoras alrededor. Un par de malencarados se acercan enfadados. Venga, tengo fuerzas de sobra, bastardos. Traza un corte amplio en un brazo pero se lleva un buen golpe en la cabeza, un dolor insoportable se aloja en su ojo izquierdo. Apenas puede ver como Coral estrella una botella de vidrio sobre uno de aquellos indeseables mientras Sídil le arranca una oreja de un mordisco al otro, pronto, entre oleadas de dolor, percibe las voces airadas del resto de las chicas uniéndose a la refriega.

Le siguen días inciertos. Therine se hace fuerte con su experiencia, nacida más de pensamientos prendidos en paredes y techos que de la práctica vivida. Sus consejos se hacen de oro, su tesón calienta las estancias, la mujer que no tiene anhelos encuentra por fin su causa. Mientras Coral recupera autoridad y resuelve las disputas manteniendo cierto orden, Therine recibe las suplicas e interrogaciones; más adelante se la recordará como si tuviera aureola. Ella, quién lo diría.

Therine suspira de nuevo, se aparta un mechón de la frente y vuelve a prestar atención a la mujer temblorosa que se ha aferrado a su vestido dorado. Ojalá pudiera ayudarla, no sabe dónde estará su hijito, ni su marido, pero le da consuelo, le presenta una voz tranquilizadora y las palabras que quieren escuchar sus oídos. Es todo lo que tiene y se esfuerza por utilizarlo, asida por la tristeza ante todo lo que le está pasando a aquella pobre gente. Ya no recuerda qué había de importante en un rincón escondido en aquella casa. La pobre mujer le besa las manos y le dice que rezará por ella, luego se marcha con el nombre de su hijo pegado a la garganta. De inmediato otro ser atormentado se aferra a los volantes de oro de su otrora mejor vestido. Escucha y aconseja, acaricia y abraza, presta atención al dolor de todos ellos y se aprende sus nombres, del primero al último, cree que es importante, cada una de aquellas personas puede desaparecer de algún modo. En unos días olvida el paso del tiempo, no sabe qué día es o si tiene o no que comer, no es necesario, todos la conocen y quieren, si alguien se acerca con un trozo de pan lo acepta sin más y se lo traga, y continúa su deambular en busca de cualquier alma que necesite su amor.

Entonces llegan las bombas, un día cualquiera. Una jornada gris en que la normalidad de la ocupación de los sin tierra casi se ha aceptado. La pequeña Sídil, y otras dos inquilinas, serán las primeras de la casa en sentir el terror que se les viene encima. Andaban de vuelta de racanear todo sustento posible cuando la primera bomba dio en caer muy cerca; Sídil, olvidada su obsesión por su cabello, se embadurna de sangre mientras recoge alucinada uno de sus brazos del suelo. A su vuelta las bombas han acabado siendo racimo, la pérdida de su miembro golpea a sus compañeras y tambalea los cimientos de la casa de las tejas rojas.

Sídil se encuentra como en un sueño, de vez en cuando la tierra tiembla y sus oídos gimen ante un ruido espantoso, su corazón se estremece mientras sus compañeras la arrastran hacia delante. Es consciente a medias de que aquello que se aprieta contra el pecho es uno de sus brazos, no ha querido dejarlo atrás, le pertenece. ¿Por qué no está ya unido a mi cuerpo? No quiere mirarse el muñón, aquella cosa tapada con la tela desgarrada del vestido de Gara, ahora empapado de escarlata, adornado con nudos apretados de lazos y tiras de seda. Se le seca la boca, se marea, ¿que demonios le pasa? Cuando llegue a casa todo se arreglará, tal vez... tal vez pueda coserlo de nuevo, Liba es buena con aguja e hilo y no le dan miedo estas cosas. También... también debería cortarse el pelo, el flequillo ya no la deja ver apenas, de hecho está cada vez más oscuro... Su cuerpo cae derrumbado y sus compañeras tardan en despertarla, una dice de llevarla a un doctor, la otra le ofrece la decisión a ella. Sídil no duda: a casa, a casa.

Al día siguiente la riada vuelve a moverse, atrás quedan los que no creen hallar refugio seguro. La casa se vacía a medias, de las inquilinas tan solo quedan aquellas que habían estado en los dormitorios el primer día de los estragos de la guerra. Liba había pasado casi desapercibida, una criatura bella que desentonaba entre tanta angustia, nadie la quería tener cerca. Pero ella tiene sus anhelos, algo que le da fuerza, es la única que parecía haber vislumbrado una vida normal tras todo lo que le había tocado soportar. Con mirada desafiante se enfrenta a los primeros heridos que se pierden entre las estancias. No es justo que todos ellos sufran, lo hará ella por ellos si es necesario. Su rostro no la ayuda, así que lo cambia con un trozo de espejo de bordes afilados. Ella misma se zurce la piel de porcelana, aquella que tantos han soñado. Su exhibición de determinación desarma a todo aquel que osaría alejarse, y su labor se vuelve tan importante que incluso por fuera de los muros adquiere renombre. Es un ángel, sus manos son sanadoras, su pulso de cirujano.

Liba agarra con firmeza el trozo de espejo, se mira una última vez en él y vuelve a odiar su rostro. ¿Guapa? ¿Bella? ¿Y de qué sirve? Solo me quieren para una cosa, pero yo soy mucho más que esto. Aprieta el cuello de la botella antes de llevársela a los labios y dar un buen trago. No importa lo que duela, solo permanecer despierta. Quiero hacer esto. Decidida clava el borde afilado del espejo sobre la mejilla izquierda y empieza a recorrer un sendero hasta la barbilla, solo siente escozor por ese camino abierto. Cuando suelta el trocito ensangrentado vuelve a admirar su reflejo. Ahora sí... ahora... el dolor la atenaza con fuerza, se crispa y no puede evitar que un grito se abra paso entre sus dientes, con rapidez se lleva los nudillos a la boca y los muerde con violencia. Las lágrimas emborronan todo alrededor, acerca a ver a una horrorizada Coral y se recompone como puede. Le ordena que se acerque y le entrega la botella. Tienes que esterilizar la herida. Luego yo me la coseré. Cuando abandona el baño sus piernas aún tiemblan, pero está orgullosa de su pulso firme, en su rostro los bordes rojos de su nueva identidad se mantienen apretadamente unidos con hilo de seda.

En el sótano se cobijan todos los chiquillos, Bessie se apretuja con ellos, mientras se deja mecer por las gemelas Brine y Sarelle, dos abnegadas niñeras que ya jamás derraman lágrimas. Sus voces son de terciopelo, todos los pequeños se encogen y sueñan felices ante su canto. Un par de sirenas que han exorcizado todos sus demonios.

Brine cierra los ojos y se deja llevar por la voz de su hermana, luego se une a ella en un tono más bajo, ambas modulan su música hasta que sus voces se entremezclan, suben, bajan, sortean el espacio mientras embelesados ojos infantiles se dejan mecer por la brisa plagada de notas. Bessie observa a las gemelas mientras su brazos se llenan con los cuerpecitos de niños y niñas, en su mirada lágrimas de pena porfían por trocarse en alegría, por ellos, por todos ellos.

La casa de las tejas rojas permanece todo el conflicto sin daños, desde el aire los bombarderos tienen claro que no es más que un edificio que les puede servir de referencia, con aquel rojo que grita, así que ponen buen cuidado de no apuntar a aquel tejado.

Meses de dolor y terror acaban una mañana de cielo desarmado. Sídil y N´Doa abren las ventanas con cierto entusiasmo, bajo la mirada serena de una Therine que muestra sus incontables arrugas con orgullo. Al fondo Coral medita pensativa cuál debe ser el siguiente movimiento de todas ellas, mientras cerca Bessie, Brine y Sarelle no conciben ya su existencia sin la etiqueta de madre. De espaldas a todo, Liba se afana en mantener cerrada una herida ajena de muy mal aspecto, para ella la batalla aún no ha terminado.

La casa de las tejas rojas dejará de ser un edificio perdido entre callejuelas, demasiado se hablará de ella, demasiado preciada como símbolo de resistencia.




(La imagen que aquí aparece es una alteración de varias imágenes obtenidas por internet)

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