LA PLAZA DE LOS CASTAÑOS
Ivana cruzó el umbral preocupada, bajo sus pies descalzos la nieve
crujía deshaciendo la alfombra blanca que engalanaba la plaza. Con paso
rápido se dirigió al rincón de la abuela. Las castañas disfrutaban de su
golpe de calor sobre la plancha de hierro, tras el chisporroteo la
vieja Mathilda entornaba una mirada tierna para la nieta más pequeña de
la sangre de su casa.
—Ven acá mi niña, hoy han salido muy dulces. Toma, prueba.
La manecita de la pequeña de cabellos de plata no pareció notar dolor alguno ante los frutos asados antes de echárselos a la boca.
—Abuelita, hoy nada dulce me espera —soltó por su boquita mientras masticaba.
—Shhh, no hables con la boca llena. Anda coge esto, te van a hacer falta.
Ivana agarró el saquito morado que la protegería más allá de la plaza. En su interior se apretujaban un puñado de castañas.
—Estos no son demonios, abuela.
—De las pesadillas se nutren los monstruos, mi pequeña.
* * *
—¿Ivana? Cielo, te voy a echar otra manta.
—Ya no te oye, mujer. Está en uno sus sueños profundos.
—Sí que me oye —dijo la madre mientras apartaba con cariño varios mechones blancos de la carita de porcelana.
—Y aunque te oyera, ¿qué esperas? No te contestará, no dará señales ni de sentir que andas cerca.
—¿Qué sabrás tú? Es autista, no tonta.
—No digo eso, mujer. Y lo sabes.
* * *
Ivana se despidió de su abuela y se acercó al castaño más viejo, el del tronco ancho y deforme. Lo estuvo acariciando un tiempo. El árbol sin hojas se erguía majestuoso en una de las seis esquinas de la plaza, en el resto otros cinco de su especie mantenían un porte similar. Todos ellos se encaraban al centro de aquel lugar, un amplio espacio adornado con una fuente redonda de piedra blanca, en cuyo interior una delgada plancha de hielo daba paso a una buena cantidad de agua limpia y clara.
Al principio trató de soñar la plaza en primavera, o en verano, pero algo no encajaba, tal vez aquél don suyo de solo poder penetrar en las pesadillas ajenas alejaba de sí el color y la alegría. Puso entonces todo su empeño en imaginarse el suelo cubierto con las hojas color bronce de los castaños en otoño. Los tonos rojizos y ocres la tranquilizaban. Aquello no duró mucho, caminar por las pesadillas de la gente absorbía todo aquello, lo ennegrecía, y la plaza era ella. Así que se decidió por la nieve salvando lo que pudo de sus anteriores intentos.
De la primavera se quedó el fuego que latía en su corazón, del verano el vestido de flores malvas que adornaba su cuerpo menudo y del otoño... del otoño decidió salvar dos cosas para su refujio; de un lado el manto de hojas rojas que se escondía bajo la nieve blanca, y del otro aquella abuela suya que tan solo había conocido por boca de su madre, que siempre veneraba lo bien que asaba las castañas. Así pues ese era su invierno, el de la plaza de los castaños.
Suspiró y retiró la mano de su rugoso aliado.
—Ya es tiempo querida abuela, cuida de mis amigos.
—Ten cuidado, mi niña. Ahí fuera no hay luz.
Se despidió con un gesto y se volvió en dirección al espejo negro del otro lado de la plaza. Algo la hizo desconfiar. Tal vez no fuera mala idea llevar hoy algo más. se agachó y desenterró con cuidado dos hojas aserradas de un rojo intenso. En sus manos titilaron un segundo y se convirtieron en un par de anillitos encarnados que se colocó con cuidado. Ahora sí. Decidida avanzó con paso firme y se detuvo a un paso del umbral sin reflejo; cerró los ojos y se concentró en su destino. Cuando lo tuvo claro atravesó sin dudar el portal oscuro.
La transición no resultó diferente al de las otras veces, durante un momento se sintió rodeada de un espeso líquido que no empapaba pero ralentizaba sus movimientos. Al salir del otro lado se escuchó el familiar sonido de succión y no pudo evitar lanzarse hacia adelante, en un gesto similar al que uno hace cuando le empujan por la espalda. Se enderezó sin problema, ya era una experta, y miró alrededor para hacer suyo el nuevo mundo que pisaba.
Aquello parecía el interior de una casa grande, con paredes muy altas y plagado de rincones en sombra. Los tonos azules reinaban en aquel lugar. A su derecha, un par de ojos fosforescentes dieron paso a un gato de aspecto desgarbado y flacucho, pero de mirada torba y gesto torcido. Con una suave sonrisa alejó al felino antes si quiera de que este pudiera oler las castañas que colgaban de su cuello. Ivana era poderosa en las pesadillas, lo había aprendido pronto y le gustaba. Pero no estaba allí para vanagloriarse, no, estaba allí para aliviar el pesar de una niña inocente.
Recorrió la primera planta sin encontrar lo que buscaba, más en la segunda tuvo suerte. Tras una puerta cerrada, enmarcada en una suave luz nacarada, un monstruo de brazos largos y sonrisa preñada de indecencia, arrancaba jirones de ropa del cuerpecito escualido de una muchachita asustada.
La niña del cabello de plata se interpuso entre el cazador y la presa levantando una mano abierta. El monstruo no pareció preocuparse por la interferencia, más bien su atención quedó prendada por su vestido en tonos malvas.
—Aquí no hay lugar para tí, monstruo.
Una sonrisa lobuna fue todo lo que recibió como contestación antes de tener que dar un salto atrás para esquivar un manotazo. Entonces volvió a mostrarle la palma de la mano y esta vez se concentró, la figura de aquel ser comenzó a hacerse borrosa y su gesto expresó desconcierto. A su espalda se elevó el llanto infantil y el monstruo volvió a cobrar nitidez convirtiéndose en un enorme lobo negro de ojos de fuego. Ivana se mordío el labio inferior, no sería fácil. Cerró los ojos y acarició el saquito protector dejando que la inundara el poder que este emanaba. Al mirar de nuevo las fauces del animal estaban a solo un palmo de su rostro, chorreando baba y oscuridad. Unió las manos y empujó al aire delante suya, de manera que el monstruo se vio golpeado de pronto por un muro invisible que lo lanzó por los aires al otro lado de la habitación.
Sin perder tiempo se acercó a la niña morena y trató de tranquilizarla, pues aquella era su pesadilla y era ella la que le daba poder a la horrible criatura que la acosaba. Pero fue inútil, la pequeña no dejaba de sollozar, tratando de taparse con lo poco que quedaba de su ropa mientras temblaba. Sería difícil, muy difícil, se dijo.
Volvió de nuevo su atención al cánido gigante. Este había logrado rehacerse y avanzaba receloso hacia su contrincante. En un instante cobró velocidad y de un salto trató de caer sobre ella, pero rodó agilmente y se apartó a tiempo. Levantó de nuevo las manos pero el lobo no la dejó acabar el hechizo. Una y otra vez esquivaba y volvía a esquivar, no encontraba respiro suficiente para utilizar su poder y mientras la criatura seguía fortaleciéndose por el llanto infantil. Tendría que utilizar otra cosa para detenerla. En un instante sus anillos rojos se transformaron en dos espadas gemelas de hoja curvada.
Ahora la lucha cambió de nuevo, cada embite del monstruo era repelido por los seguros cortes de sus armas. Surcos de sangre negra eran trazados sobre el espeso pelaje y pronto el ser resollaba. Ivana notaba cierto cansancio, pero se entregaba totalmente a la lucha, estaba segura que el llanto era menos intenso y que la atención de la pequeña pronto sería para ella. Pero quizá estaba siendo demasiado confiada, en un descuido una de las enormes zarpas logró conectar con uno de sus brazos y se vio volando por los aires hasta chocar contra un armario con fuerza. Durante un momento perdió la visión y ya el lobo se encontraba sobre ella cuando logró sacarle un ojo con una de las espadas, la otra había desaparecido a saber dónde.
La pérdida ocular le dio un respiro para levantarse y tratar de rehacerse, comprobó que uno de sus brazos estaba entumecido, y que el costado de aquel lado le dolía hasta hacerle apretar los dientes. Aquello la enfadó, por su torpeza, y lanzó un grito de ira al monstruo que ya se acercaba antes de lanzarse a por él con el arma preparada.
La espada trazó una estela de luz encarnada antes de cortar limpiamente una de las patas delanteras. Al aullido le siguió un espeso silencio. Ivana buscó entonces a la niña de cabello negro desentendiéndose de la criatura. Allí estaba, ya no había llanto, solo una carita temerosa pero sorprendida. Se acercó aún dolorida.
—¿Ves? Se le puede lastimar, puedes herir al monstruo.
La pequeña pareció dudar.
—Estas en una pesadilla. Pero es tú pesadilla, si no te enfrentas al monstruo siempre será fuerte aquí. Si lloras lo haces invencible, si te enfrentas entonces...
Con un gesto le señaló a la criatura. El lobo había vuelto a convertirse en un ser humanoide, pero más pequeño y gris. Le faltaba un brazo y tenía una expresión estúpida en la cara.
—Aún... aún así da miedo, yo no puedo... —Dijo la niña con voz trémula.
—No tienes por qué enfrentarte a él tú sola, puedes llamarme a mí —Ivana se recompuso del dolor en el costado y se irguió desenfadada, a lo lejos un reflejo rojizo la hizo sonreir.
Cogiendo de la mano a la pequeña ambas se acercaron al monstruo.
—Tranquila, solo puede dañarte si le dejas.
La expresión de la niña parecía ensombrecerse, tal vez el miedo regresaba. Pero ella sabía bien qué hacer, separándose un poco de la pequeña trazó con destreza un arco con la hoja desnuda y le cortó la cabeza a la criatura.
La niña morena se quedó perpleja un instante hasta que su expresión pareció aliviada. Ivana la dejó un momento para recoger su segunda espada del suelo. Mientras volvía pudo saborear el instante en que todo a su alrededor cambiaba a una visión más alegre, más acogedora, el azul se tornaba en naranja, las paredes se acortaban y las sombras huían.
—¿Se ha acabado? —Preguntó la niña.
—Por hoy sí —Contestó ella cuidando cada palabra—. Pero ahora sabes cómo derrotarlo.
—¿Me ayudarás?
—Solo tendrás que llamarme cuando me necesites, apareceré justo a tu lado.
Con un fuerte abrazo se despidieron ambas. Ivana le obsequió con una de sus espadas antes de regresar a su refugio. En realidad ella no necesitaba volver, la pequeña la crearía por sí misma en sus pesadillas y así lucharía contra aquel monstruo las veces que hicieran falta. Pero aquella no sería Ivana, no la Ivana real al menos, pero sí una Ivana.
* * *
Volver a la plaza de los castaños siempre era una alegría, ese era su refugio. Saludó efusivamente a su abuela y se dirigió luego a la fuente. Era en aquellas aguas donde podría deshacerse del dolor en el costado, y limpiarse de las penas ajenas.
Pero aún no había acabado con su cometido. La pequeña podría llegar a liberarse de aquella pesadilla, pero el monstruo que las provocaba seguía molestándola en la vida real. Ivana ya planeaba el modo de introducirse en las pesadillas de este y cambiarlas a su modo.
—Ven acá mi niña, hoy han salido muy dulces. Toma, prueba.
La manecita de la pequeña de cabellos de plata no pareció notar dolor alguno ante los frutos asados antes de echárselos a la boca.
—Abuelita, hoy nada dulce me espera —soltó por su boquita mientras masticaba.
—Shhh, no hables con la boca llena. Anda coge esto, te van a hacer falta.
Ivana agarró el saquito morado que la protegería más allá de la plaza. En su interior se apretujaban un puñado de castañas.
—Estos no son demonios, abuela.
—De las pesadillas se nutren los monstruos, mi pequeña.
* * *
—¿Ivana? Cielo, te voy a echar otra manta.
—Ya no te oye, mujer. Está en uno sus sueños profundos.
—Sí que me oye —dijo la madre mientras apartaba con cariño varios mechones blancos de la carita de porcelana.
—Y aunque te oyera, ¿qué esperas? No te contestará, no dará señales ni de sentir que andas cerca.
—¿Qué sabrás tú? Es autista, no tonta.
—No digo eso, mujer. Y lo sabes.
* * *
Ivana se despidió de su abuela y se acercó al castaño más viejo, el del tronco ancho y deforme. Lo estuvo acariciando un tiempo. El árbol sin hojas se erguía majestuoso en una de las seis esquinas de la plaza, en el resto otros cinco de su especie mantenían un porte similar. Todos ellos se encaraban al centro de aquel lugar, un amplio espacio adornado con una fuente redonda de piedra blanca, en cuyo interior una delgada plancha de hielo daba paso a una buena cantidad de agua limpia y clara.
Al principio trató de soñar la plaza en primavera, o en verano, pero algo no encajaba, tal vez aquél don suyo de solo poder penetrar en las pesadillas ajenas alejaba de sí el color y la alegría. Puso entonces todo su empeño en imaginarse el suelo cubierto con las hojas color bronce de los castaños en otoño. Los tonos rojizos y ocres la tranquilizaban. Aquello no duró mucho, caminar por las pesadillas de la gente absorbía todo aquello, lo ennegrecía, y la plaza era ella. Así que se decidió por la nieve salvando lo que pudo de sus anteriores intentos.
De la primavera se quedó el fuego que latía en su corazón, del verano el vestido de flores malvas que adornaba su cuerpo menudo y del otoño... del otoño decidió salvar dos cosas para su refujio; de un lado el manto de hojas rojas que se escondía bajo la nieve blanca, y del otro aquella abuela suya que tan solo había conocido por boca de su madre, que siempre veneraba lo bien que asaba las castañas. Así pues ese era su invierno, el de la plaza de los castaños.
Suspiró y retiró la mano de su rugoso aliado.
—Ya es tiempo querida abuela, cuida de mis amigos.
—Ten cuidado, mi niña. Ahí fuera no hay luz.
Se despidió con un gesto y se volvió en dirección al espejo negro del otro lado de la plaza. Algo la hizo desconfiar. Tal vez no fuera mala idea llevar hoy algo más. se agachó y desenterró con cuidado dos hojas aserradas de un rojo intenso. En sus manos titilaron un segundo y se convirtieron en un par de anillitos encarnados que se colocó con cuidado. Ahora sí. Decidida avanzó con paso firme y se detuvo a un paso del umbral sin reflejo; cerró los ojos y se concentró en su destino. Cuando lo tuvo claro atravesó sin dudar el portal oscuro.
La transición no resultó diferente al de las otras veces, durante un momento se sintió rodeada de un espeso líquido que no empapaba pero ralentizaba sus movimientos. Al salir del otro lado se escuchó el familiar sonido de succión y no pudo evitar lanzarse hacia adelante, en un gesto similar al que uno hace cuando le empujan por la espalda. Se enderezó sin problema, ya era una experta, y miró alrededor para hacer suyo el nuevo mundo que pisaba.
Aquello parecía el interior de una casa grande, con paredes muy altas y plagado de rincones en sombra. Los tonos azules reinaban en aquel lugar. A su derecha, un par de ojos fosforescentes dieron paso a un gato de aspecto desgarbado y flacucho, pero de mirada torba y gesto torcido. Con una suave sonrisa alejó al felino antes si quiera de que este pudiera oler las castañas que colgaban de su cuello. Ivana era poderosa en las pesadillas, lo había aprendido pronto y le gustaba. Pero no estaba allí para vanagloriarse, no, estaba allí para aliviar el pesar de una niña inocente.
Recorrió la primera planta sin encontrar lo que buscaba, más en la segunda tuvo suerte. Tras una puerta cerrada, enmarcada en una suave luz nacarada, un monstruo de brazos largos y sonrisa preñada de indecencia, arrancaba jirones de ropa del cuerpecito escualido de una muchachita asustada.
La niña del cabello de plata se interpuso entre el cazador y la presa levantando una mano abierta. El monstruo no pareció preocuparse por la interferencia, más bien su atención quedó prendada por su vestido en tonos malvas.
—Aquí no hay lugar para tí, monstruo.
Una sonrisa lobuna fue todo lo que recibió como contestación antes de tener que dar un salto atrás para esquivar un manotazo. Entonces volvió a mostrarle la palma de la mano y esta vez se concentró, la figura de aquel ser comenzó a hacerse borrosa y su gesto expresó desconcierto. A su espalda se elevó el llanto infantil y el monstruo volvió a cobrar nitidez convirtiéndose en un enorme lobo negro de ojos de fuego. Ivana se mordío el labio inferior, no sería fácil. Cerró los ojos y acarició el saquito protector dejando que la inundara el poder que este emanaba. Al mirar de nuevo las fauces del animal estaban a solo un palmo de su rostro, chorreando baba y oscuridad. Unió las manos y empujó al aire delante suya, de manera que el monstruo se vio golpeado de pronto por un muro invisible que lo lanzó por los aires al otro lado de la habitación.
Sin perder tiempo se acercó a la niña morena y trató de tranquilizarla, pues aquella era su pesadilla y era ella la que le daba poder a la horrible criatura que la acosaba. Pero fue inútil, la pequeña no dejaba de sollozar, tratando de taparse con lo poco que quedaba de su ropa mientras temblaba. Sería difícil, muy difícil, se dijo.
Volvió de nuevo su atención al cánido gigante. Este había logrado rehacerse y avanzaba receloso hacia su contrincante. En un instante cobró velocidad y de un salto trató de caer sobre ella, pero rodó agilmente y se apartó a tiempo. Levantó de nuevo las manos pero el lobo no la dejó acabar el hechizo. Una y otra vez esquivaba y volvía a esquivar, no encontraba respiro suficiente para utilizar su poder y mientras la criatura seguía fortaleciéndose por el llanto infantil. Tendría que utilizar otra cosa para detenerla. En un instante sus anillos rojos se transformaron en dos espadas gemelas de hoja curvada.
Ahora la lucha cambió de nuevo, cada embite del monstruo era repelido por los seguros cortes de sus armas. Surcos de sangre negra eran trazados sobre el espeso pelaje y pronto el ser resollaba. Ivana notaba cierto cansancio, pero se entregaba totalmente a la lucha, estaba segura que el llanto era menos intenso y que la atención de la pequeña pronto sería para ella. Pero quizá estaba siendo demasiado confiada, en un descuido una de las enormes zarpas logró conectar con uno de sus brazos y se vio volando por los aires hasta chocar contra un armario con fuerza. Durante un momento perdió la visión y ya el lobo se encontraba sobre ella cuando logró sacarle un ojo con una de las espadas, la otra había desaparecido a saber dónde.
La pérdida ocular le dio un respiro para levantarse y tratar de rehacerse, comprobó que uno de sus brazos estaba entumecido, y que el costado de aquel lado le dolía hasta hacerle apretar los dientes. Aquello la enfadó, por su torpeza, y lanzó un grito de ira al monstruo que ya se acercaba antes de lanzarse a por él con el arma preparada.
La espada trazó una estela de luz encarnada antes de cortar limpiamente una de las patas delanteras. Al aullido le siguió un espeso silencio. Ivana buscó entonces a la niña de cabello negro desentendiéndose de la criatura. Allí estaba, ya no había llanto, solo una carita temerosa pero sorprendida. Se acercó aún dolorida.
—¿Ves? Se le puede lastimar, puedes herir al monstruo.
La pequeña pareció dudar.
—Estas en una pesadilla. Pero es tú pesadilla, si no te enfrentas al monstruo siempre será fuerte aquí. Si lloras lo haces invencible, si te enfrentas entonces...
Con un gesto le señaló a la criatura. El lobo había vuelto a convertirse en un ser humanoide, pero más pequeño y gris. Le faltaba un brazo y tenía una expresión estúpida en la cara.
—Aún... aún así da miedo, yo no puedo... —Dijo la niña con voz trémula.
—No tienes por qué enfrentarte a él tú sola, puedes llamarme a mí —Ivana se recompuso del dolor en el costado y se irguió desenfadada, a lo lejos un reflejo rojizo la hizo sonreir.
Cogiendo de la mano a la pequeña ambas se acercaron al monstruo.
—Tranquila, solo puede dañarte si le dejas.
La expresión de la niña parecía ensombrecerse, tal vez el miedo regresaba. Pero ella sabía bien qué hacer, separándose un poco de la pequeña trazó con destreza un arco con la hoja desnuda y le cortó la cabeza a la criatura.
La niña morena se quedó perpleja un instante hasta que su expresión pareció aliviada. Ivana la dejó un momento para recoger su segunda espada del suelo. Mientras volvía pudo saborear el instante en que todo a su alrededor cambiaba a una visión más alegre, más acogedora, el azul se tornaba en naranja, las paredes se acortaban y las sombras huían.
—¿Se ha acabado? —Preguntó la niña.
—Por hoy sí —Contestó ella cuidando cada palabra—. Pero ahora sabes cómo derrotarlo.
—¿Me ayudarás?
—Solo tendrás que llamarme cuando me necesites, apareceré justo a tu lado.
Con un fuerte abrazo se despidieron ambas. Ivana le obsequió con una de sus espadas antes de regresar a su refugio. En realidad ella no necesitaba volver, la pequeña la crearía por sí misma en sus pesadillas y así lucharía contra aquel monstruo las veces que hicieran falta. Pero aquella no sería Ivana, no la Ivana real al menos, pero sí una Ivana.
* * *
Volver a la plaza de los castaños siempre era una alegría, ese era su refugio. Saludó efusivamente a su abuela y se dirigió luego a la fuente. Era en aquellas aguas donde podría deshacerse del dolor en el costado, y limpiarse de las penas ajenas.
Pero aún no había acabado con su cometido. La pequeña podría llegar a liberarse de aquella pesadilla, pero el monstruo que las provocaba seguía molestándola en la vida real. Ivana ya planeaba el modo de introducirse en las pesadillas de este y cambiarlas a su modo.
(La imagen que aquí aparece es una alteración de varias imágenes obtenidas por internet)
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