domingo, 6 de abril de 2014

El elefante blanco (Relato no ficción)

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EL ELEFANTE BLANCO

Bajó del autobús con la cabeza dolorosamente despejada. Nunca le había gustado pensar demasiado, prefería mantenerse ocupado, trabajando la tierra, alimentando sus gallinas o cepillando a Parda, aquella vieja mula que ya no servía para arar. Pensar en el animal le hizo esbozar una breve sonrisa. Pero en cuanto los edificios del hospital llenaron toda su visión la angustia reapareció.

Mientras recorría el camino que había aprendido ya de memoria durante aquel mes, su cabeza, aquella estúpida cosa que debería servir solo para ajustarse la gorra los días de mucho sol, no dejó de golpearle una y otra vez con amargos recuerdos. Allí había muerto su mujer hacían casi ocho largos años, y su hija hacia tan solo un mes, tras sufrir un accidente de coche dolorosamente familiar. El destino, aquel hijo de puta que había hecho que se saliera de la carretera cuando su mujer y él volvían de las fiestas del pueblo, había decidido que su hija perdiera el control de su coche en una fecha similar. El hijo de puta.

Chocó con alguien en el pasillo, pero apenas prestó atención a las disculpas lanzando solo un gruñido. A solo unos pasos de la puerta de la habitación que era su meta se detuvo. Aferró con fuerza el peluche que llevaba en la mano izquierda mientras con la derecha repasaba imaginarias arrugas en la camisa y el pantalón. Luego se tocó levemente el pelo y se rascó el mentón. Debería haberse afeitado. Aspiró aire suavemente cerrando los ojos, después, con gesto decidido, atravesó la puerta.

Se sorprendió de lo iluminada que estaba la habitación. Dentro, la mujer y la muchacha no parecieron darse cuenta de su llegada. La mujer lo descubrió cuando carraspeó indeciso, plantado un par de metros más allá de la cama.

- ¡Tío!, pero no se quede ahí, pase.

- Hola Rocío.

Avanzó con paso cauteloso. Las manos comenzaron a temblarle un poco. Apretó con más fuerza el peluche y se dejó abrazar por la mujer. No era su sobrina, pero como si lo fuera, la conocía desde muy pequeña, ella y su hija habían sido inseparables durante muchos años.

En la cama, con un delgado tubo en la nariz, la muchacha lo miró con expresión apagada. Aquella imagen lo golpeó con fuerza y tuvo que reunir todo el coraje del que fue capaz para destruir el nudo que se le había formado en el estómago.

- ¿Cómo estas pequeña?

No le contestó, simplemente hizo un levísimo movimiento de hombros mientras sus ojos permanecían fijos en él, luego su mirada de detuvo en lo que llevaba en su mano.

- Ah, te he traído una cosa, toma.

Se acercó al lecho y su encallecida mano alargó el peluche a su nieta. Durante un momento ella no hizo ademán de cogerlo, pero él no cambió de postura. Al final unos delgados dedos se cerraron sobre una de las patas peludas y lo agarraron.

- ¿Por qué me traes un peluche?, ya no soy una niña abuelo.

- Lo sé, Isabel, pero...

La joven miró el juguete y lo dejó caer en el suelo. Rocío se apresuró a recogerlo.

- ¡Isi! - le regañó la mujer limpiando el peluche.

- Era... era de tu madre. - dijo él forzándose a no atragantarse.

Isabel y Rocío le miraron en silencio. La muchacha cogió de nuevo el muñeco dándole vueltas en las manos, era un elefantito blanco con un lazo azul anudado en el cuello. Lo abrazó contra su pecho.

- A tu madre siempre le han gustado las leyendas y los cuentos, ya lo sabes. Antes de que muriera tu abuela nos trajo este peluche aquí al hospital. Nos contó que en Oriente había una historia que decía que existía un elefante blanco en la selva, pero que casi nadie lo había visto, sin embargo había gente que se pasaba la vida buscándolo porque decían que llegar a verlo era como un milagro, como una bendición. A nosotros nos regaló ese peluche porque sabía que tu abuela se iba a morir y quería que supiera que nosotros habíamos sido como un elefante blanco para ella, que no había tenido que buscar porque siempre habíamos estado ahí. Sé que tú también eras un elefante blanco para tu madre y...

Se detuvo. Su nieta tenía los ojos enrojecidos y le temblaba la comisura de la boca. Tragó saliva ante su pena, pero se decidió a continuar hablando.

- Yo... yo he podido ver tres elefantes blancos en mi vida. Tu abuela, tu madre y tú.

Isabel se echó a llorar estirando los brazos hacia él. La abrazó con ternura, dejando que las lágrimas resbalaran por su arrugado rostro.

FIN

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